Giovanni Barrault

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Hacía tanto tiempo que no se arreglaba, que la fragancia que llevaba le provocó una alergia molesta. Ese día, Giovanni había preferido llevar toda la ropa nueva y pulcra; pantalones de cuero oscuro, botas perfectamente pulidas y una camisa de tela azulada que hacia juego con el acostumbrado lazo naozar que los marinos solían amarrarse en la cabeza.

Se sintió sobrecargado con los brazaletes de cuero que combinaban con el chaleco marrón que Su Majestad el difunto rey Fausto, le había regalado durante su visita a Naos, y entonces recordó brevemente cuando su familia, los Barrault, fueron engalanados con la presencia de toda la corte de Benetnasch. El príncipe Tobias era apenas un niño de pecho, la princesa Florence era solo una niña, y La Reina era... La Reina.

Giovanni extrañaba su tierra, que era más bien agua; azul, océano y corales a donde fuera que mirara. Naos era solo un castillo al filo del mar, y todo lo demás estaba comprendido por islas y agua salada en una extensión que abarcaba toda la bahía y que curiosamente conectaba al norte de Benetnasch con los primitivos reinos de las tierras del sur.

Sintió nostalgia al recordar a sus hermanos menores y mayores por igual, a sus amigos marineros, piratas y corsarios con los que había crecido, y hasta se le encogió el corazón recordando a su regañona y correcta madre. Lady Hilda había sido el padre y la madre que habría tenido jamás, y aunque lo detestara por ser débil a los vómitos en el mar, él la amaba.

Cuando salio de su habitación emprendió una marcha apresurada y a solas, para evitar que sus guardaespaldas aumentaran la tensión en el interior del castillo. Las cosas no estaban bien desde la muerte de Fausto, y para colmos, su llegada y la del resto de los miembros de La Corona, había puesto el ambiente turbio. La decisión de coronar al pequeño Tob, celebrar un juicio justo para Cameron Glamber y la reciente exclusión de La Reina de los asuntos reales, habían dejado a la gente de la capital con un choque tras otro.

«Nadie dijo que sería fácil gobernar─, se dijo mientras caminaba. Sudaba, y estaba nervioso─. Será mejor que me de prisa.»

Cruzó el jardín de suelo empedrado del ala este, y que se apreciaba desde la ventana de su torre. Aunque los vapores del sol de mediodía y algunos mosquitos en el aire, alrededor estaba cálido, con algunos manzanos mecidos por la brisa y animales hurgando en la maleza. Habían también varios niños pelirrojos, unos pocos caballeros denebita almorzando y una que otra servidumbre corriendo de un lado a otra por quien sabe qué ordenanza.

«Demasiada gente», se dijo mientras su marcha. En Naos solo se veía extraños reunidos en los puertos o playas; la única vez en que los castillos estaban abarrotados de personas, era cuando se celebraban las Fiestas Naozar, y eso era una vez al año.

Cuando llegó al ala central del castillo algunos caballeros y cortesanos le reverenciaron, y este respondió ameno pero con prisa. Se internó en la parte izquierda y ascendió por las escaleras magníficas que daban a las habitaciones reales, cruzó un pasillo amplio y de ventanas, desde donde se apreciaba la muchedumbre de la ciudad y los muros del castillo. Al poco tiempo estuvo en la sala de La Reina.

Allí Lord Leinard le hizo reverencia antes de retirarse con un compendio de seis caballeros oriundos de Avior, de esos con la tela verde manzana adornando sus armaduras grises. Tras ellos se fueron las cortesanas favoritas de La Reina; Lanna y Cordelia, mientras Titania, la nueva doncella mirachí, cerraba las puertas de la estancia.

Renania Casterford estaba al pie de la ventana, luciendo un vestido negro y de mangas tan opulentas como sus mangas. Tenía el corsé estrellado en diamantes oscuros, mientras su tocado simulaba la forma de una tiara con mechones entrelazados de su propio cabello.

El Trono de BenetnaschDonde viven las historias. Descúbrelo ahora