Idris Walters

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El Salón del Trono era enorme, tan grande que podían caber unas tres mil personas con entera comodidad. Sus paredes amarillas hacían resaltar las esculturas frente a ellas con un acabado de bronce y metal dorado, y la falta de ventanas hacía destacar el brillo de sus antorchas. Al fondo, sobre las escalinatas y justo delante del blasón perpetuo de los Casterford, estaba el trono de Benetnasch; una silla ancha y de espaldar largo con el tallado de nueves bestias extintas, un efigio sin rostro y un ebanio adusto encontrados frente a frente. Tenía algunas incrustaciones de piedras preciosas, los pasamanos bañados en oro y el acabado brillante de la madera hádara, la cual se decía era inmune a la magia.

Tobias estaba sentado en el trono, luciendo la corona de bronce ennegrecido por los años. Idris lo detalló; vestido de negro y con par de motas violáceas adornando el borde de sus ojos. Estaba quieto, asustado e incómodo, como si la corona de sus antepasados le pesara demasiado para llevarla en la cabeza. A su izquierda estaba parada Fatsia Fleur, con un vestido oscuro y el semblante obligado característico en ella. Y a su derecha estaba La Reina, hecha todo un pilar negro y sombrío.

En las escalinatas permanecía Leinard Winlord, liderando al grupo de guardias que solían custodiar a su hermana, y al otro extremo estaba la princesa Florence, acompañada desde luego, por sus doncellas Orellia, Sylvanna y Serene. Los miembros actuales de La Corona también estaban presente; Giovanni Barrault, Lenore Farenheit y Callisto Mintranger luciendo los colores de sus respectivas familias, y Dimitri Fleur en un negro triste y opaco.

Detrás de Idris había una congregación de personas afectas a la corte; cortesanas, caballeros menores y miembros de las familias más cercanas a los Casterford estaban allí. El caballero se encargó de convocar a todos los que fueran necesarios para escuchar y correr la voz sobre el resultado de aquella audiencia, aunque sintió la derrota inmediata al saber que las personas más importantes de la reunión estaban ausentes.

Pese a su regia postura, los años le habían cobrado el costo rápidamente. Se le notaba cansado, somnoliento y ahogado, con una respiración entrecortada y un parpadeo pausado. También le había afectado la muerte de lady Bromelia, la única mujer a la que había amado en toda su vida. Pero aún con cansancio, tenía claro que lo que pretendía en ese momento merecía su entera concentración.

A continuación, las puertas del salón se desplegaron, para mostrar una fila de caballeros con armaduras doradas, en compañía de una horda de guardias con capas verde manzana.

«Los hombres de La Reina.»

Entre ellos, el verdugo obeso de los calabozos altos llevaba a Cameron Glamber arrastrado por las cadenas. El muchacho tenía las manos y pies encadenadas, con un ramillete que se cerraba a candado sobre su quijada. En la cara llevaba una máscara de hierro hecha por apenas dos bandas del corroído metal y que a pesar de dejarlo ver claramente, le evitaban hablar con una especie de vara que le llenaba la boca.

«Lo torturan», pensó Idris mientras se unía a los gestos de impresión de los testigos. Hacía semanas que había pedido el traslado del prisionero a los calabozos reales, pero La Reina se había negado a ello, y como castigo, había silenciado al asesino hasta su pronta muerte. Por supuesto no lo estaban alimentando, y seguían flagelándolo hasta tres veces por semana en busca de una falsa confesión.

«Si no ha hecho nada es porque el muchacho me hizo caso ─pensó el caballero mientras veía las caras asqueadas de La Reina y su hermano─. Por lo menos obedeció.»

Cameron tenían los pies rotos, las extremidades amoratadas y las ropas rasgadas y sucias. su cabellos parecía lleno de graba, y las moscas revoloteaban sobre él debido a su olor nauseabundo. Renqueaba de una pierna y varias veces cayó de rodillas en su pequeño calvario.

El Trono de BenetnaschDonde viven las historias. Descúbrelo ahora