La princesa Florence estaba sobre él, cabalgándolo cuan prostituta furiosa. Tenía la piel sudada, el cabello alborotado y las mejillas enrojecidas. Lenore le estrujaba las caderas, mientras sus labios pegados a sus pechos. También sudaba, y su sexo parecía estar a punto de estallar dentro de la doncella.
Alrededor había fuego, vapor y cenizas. Olía a sexo; a flujos humanos. Ella lo besaba y las piernas le temblaban mientras un puntazo empezaba a acrecentarse desde sus testículos. De pronto la cargó, la batió contra el frío suelo del jardín y empezó a embestirla con una fuerza tal que la joven lloraba; gemía, gritaba. El movimiento se hizo más rápido, más fuerte, más sonoro... entonces terminó.
Se despertó agitado, sudado y con la entrepierna mojada. Parte de las sabanas estaban húmedas, hacía calor y le faltaba el aire. La imagen de Florence Casterford desnuda, roja y salvaje lo había vuelto loco otra vez. Se estrujó los ojos, las mejillas, la cara, se alborotó el cabello y salió de la cama.
Lenore estaba demasiado sumido en sus pensamientos. Se miró el sexo y volvió a pensar en lo que había sucedido. Ya eran demasiadas noches soñando con esa muchacha, al principio solo eran besos o caras sonreídas, pero desde el día de la coronación se había imaginado fornicando con Florence al punto de correrse apenas soñando.
«Tengo que dejar de beber los tés de la Casta Manell ─se sostuvo de una pequeña mesa, estaba mareado, adormilado... aún con la cara de Florence en lo oscuro de sus pensamientos─. ¡Dioses! por favor, sáquenme a esa mujer de la cabeza, por favor.»
Se dio un baño largo y parsimonioso. Desnudo, Lenore parecía un muchacho delgado, que aunque firme, no había dejado de tener el cuerpo menudo heredado por su padre. Bajo, pálido y con los hombros cargados de pecas, su espalda no era muy ancha, aunque los tatuajes en runas hádaras le hacían ver como un muro antiguo y sólido.
Cuando terminó se hubo secado para ponerse sus ropas; una túnica escarlata, con un fular de igual color, el anillo sacerdotal y par de sandalias desgastadas. Se peinó un poco el desgreñado cabello rojo y respiró profundo. Su desayuno fue solo pan y unos cuantos bocados de lentejas frías. Saludó a los pequeños huérfanos y compartió con ellos entre sonrisas y reflexiones, dio algunas indicaciones a la Casta Manell y salio de la Capilla de Rezos a pasos lentos.
Llevaba una carta en las manos que iba sellada con el lacre vino tinto de Saiph, y que tenía grabado el alacrán de los Farenheit. Era una carta que Manell le había entregado:
Para Lenore Farenheit; Lord Sacerdote de La Corona
Hermano, esperamos estés bien. Hasta aquí han llegado noticias del atentado al rey durante la coronación. Nuestro padre pide que te cuides, pues hemos estado preocupados por ti. Esperamos desempeñes tu labor como se debe, aunque nuestro padre quiere que vuelvas a casa cuanto antes. Ha empeorado, hermano, está demasiado débil, se ha empezado a ahogar diciendo que le falta el aire y hasta parece un cadáver de lo pálido luce.
Nuestra madre dice que no abandones nunca tus responsabilidades y yo tampoco pido que dejes tus asuntos, porque eso sería una ofensa para el rey, pero si encuentras oportunidad de visitar Saiph unos días y darle el último adiós a nuestro padre, te estaré siempre agradecido...
Con cariño; Kedone Farenheit
El joven sacerdote no pudo evitar unas cuantas lágrimas, imaginó que su padre estaba peor a como lo había dejado, que su madre seguía más paranoica que nunca, y que su hermano, el más pequeño de los tres, cargaba con las responsabilidades de todo un reino.
«Debo comunicar a Jerome, le escribiré una carta ─pensaba en su otro hermano, el primer general de las tropas saiphías y heredero de su padre─. Tiene que dar la cara en Ío mientras yo esté aquí.»
ESTÁS LEYENDO
El Trono de Benetnasch
FantasyEn un mundo gobernado por las clases sociales, los apellidos y las arraigadas leyes medievales, la Familia Real pasa por la mayor crisis vista en su historia. El Rey Fausto III ha sido asesinado por una misteriosa conspiración, dejando como heredero...