Idris Walters

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Aún era de madrugada cuando se escucharon los cascos de los caballos. Había un frío sureño perturbador y la maleza del suelo dejaba ver una densa y blanquecina neblina. El cielo tenía apenas unas estrellas, mientras la luna recorría el suelo entre nubes negras.

Idris Walters iba ataviado con sus ropas de cuero marrón y camisas de azul y blanco. Tenía una espada guindada a la cintura, y usaba un par de guantes gastados y húmedos. Su respiración, aunque lenta y taciturna, dibujaba en el aire una pequeña nube blanca cada vez que exhalaba, y los pies le temblaban levemente cada que el viento soplaba en dirección a él y sus acompañantes.

«No hacía tanto frío en Anka desde La Caída», se dijo mientras trataba de no temblar.

A su lado estaba Lord Leinard Winlord, con unos pantalones tan negros como sus botas y guantes, pero luciendo un jubón púrpura y con escamas que parecían plumas finas y diminutas. También llevaba guindada una espada, aunque su vaina y cinturón eran negros con pequeños diamantes circulares. Este por su parte, tenía una respiración sonora y áspera, cómo recordando indiscretamente su renuente presencia.

Delante de ellos, y entre las escalinatas de la entrada de Mirfak estaban los once Caballeros del Rey, con sus armaduras doradas, sosteniendo sus yelmos y apretando las empuñaduras de sus respectivas espadas. Brunelle y Gabrielle; los gemelos de barba castaña, Cesare Westerly; de barba plateada, adusto y calvo, Alvar Morgan; rechoncho y de pelo liso, Jonathan Gardegarth; apuesto pero acabado, Cassire Westerly; con el aspecto de sir Cesare pero más joven, Zeihar Mizarr; un viejo contrabandista del archipiélago de Anka, Dante Bellardi; un supuesto Noble de Capella, Juran D' Saiph; el bastardo de pelo cobrizo y barba oscura, August Qay; el más viejo de todos, y Dager Dishari; un hombre del que poco se sabía, pero que había probado su valía a Fausto III.

Sus capas amarillas ondearon al viento; una brisa seca y fría, que parecía quemarle los rostros. Las hojas secas del jardín corrieron entorpecidas por el pasto, mientras las copas de los árboles se mecían ante el viento generado por los jinetes que se internaban en las instancias de la entrada. Al fondo, el estandarte del cocodrilo negro sobre campo olivo, se mecía mientras la cabalgata; alto y sostenido por los cinco abanderados de la persona a la que esperaban.

La caravana estaba precedida solo por hombres que usaban armaduras de un verde oliva que parecía negro bajo la noche, y que llegaban armados hasta los dientes, como preparándose para la gran batalla. El rostro de aquellos hombres era áspero, frío, de miradas vacías y aspecto incómodo, como resignados a morir en cualquier momento.

«Algo digno de Lord Horance ─pensó Idris notando los nervios de Lord Leinard. Él estaba tranquilo─. Espero que la presencia de los mejores caballeros de la corte sean suficiente para sus bélicos gustos.»

La caravana se detuvo y rompió sus filas para dejar ver un caballo blanco y precioso. Sobre él iba un hombre de aspecto fuerte, de cabello aceituna y piel amarillenta. Vestía un jubón oliváceo y unos pantalones blancos que se fijaban a su regia cintura con la ayuda de un fajín dorado.

Después del hombre maduro a caballo blanco, se mostraron cinco hombres con igual aspecto que su líder; de pelo aceituna y pieles amarillas, uno lampiño y el resto con la barba crecida y afeitada a su estilo, montando caballos negros como la noche. Los seis, ahora reunidos, desmontaron, y caminaron ferozmente hacia las personas que los esperaban.

Idris sintió un alivio al detallar la banda ornamentada y de color dorado que llevaban los cinco más jóvenes; que reposaba sobre sus hombros derechos y se ceñía a la parte izquierda de sus cinturas. Era un símbolo de respeto al trono, que los Glamber habían inculcado entre los hombres de sus filas desde La Caída de Mirach.

El Trono de BenetnaschDonde viven las historias. Descúbrelo ahora