14• Blanco inmaculado.

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Tenía seis años cuando conocí a mi abuelo por primera vez.

Una tarde de primavera un hombre completamente desconocido para mi llegó a buscarme al colegio. Yo era un niño privado de muchas cosas, entre ello el amor de una familia y el calor de un hogar. Porque la casa donde vivía no podía ser catalogada como un cálido nido. Así que el simple hecho de que alguien desconocido, pero con el mismo apellido que el de mi madre llegara de la nada, no era realmente algo interesante.

En mi mente esa persona podría intentar hacerme daño como su hija. O querer mi aprecio para después largarse y abandonarme, como todos los que lo habían intentado hasta ese momento.

Contrario a lo que yo esperaba, el hombre mayor fue todos los días por un par de semanas aún cuando yo me negaba a responder sus preguntas o sus abrazos.

Un día, sin embargo, el anciano se ganó mi respeto y una gran cantidad del cariño que yo guardaba a capa y espada dentro de mi.

Me llevó a un zoológico.

Me contó toda clase de historias y anécdotas de cada animal que veíamos. Y al llegar a los majestuosos felinos más grandes de la naturaleza, no se rió cuando le dije que yo quería ser como ellos, un león o un tigre fuerte y capaz, sin dejar de verme genial.

Esa tarde mientras salíamos del Zoo, ambos con gorras con orejas de tigre de bengala en la cabeza y comiendo helado, él me llamó de una forma nueva.

Yuratchka, dijo. Y yo no tenía quejas, después de todo era justo darle al abuelito la satisfacción de llamarme como se le antojase después de un día tan especial.

Por meses el abuelo siguió yendo por mi, salíamos a comer o me llevaba a algún parque, acuario o más zoológicos. Aprendí a querer a ese hombre y me sorprendió la facilidad con la que destruyó la muralla con espinas que había puesto a mi alrededor para ahuyentar a la gente.

El abuelo era cálido cuando abrazaba y su voz arrullaba al contar anécdotas de su vida.

Jamás cuestioné el por qué solamente iba a verme al colegio. Por qué nunca iba a la casa ni hablaba de mi madre. Creía que realmente no podía culparlo por no querer hablar de su propia hija, después de todo, hablar de ella tampoco era agradable para mí.

Pero entonces sucedió.

Una tarde el abuelo lloró conmigo en brazos cuando fue a dejarme a casa. Lloró amargamente mientras yo preguntaba qué ocurría.

—¿Yuri hizo algo malo, abuelo?

—No —respondió él entre sollozos. Soltando su agarre férreo a mi cuerpo y sonriendo aún con las lágrimas resbalándo desde las comisuras de sus ojos—. Eres un buen niño, Yuratchka. —dijo y volvió a abrazarme. Pidiendo disculpas por algo que yo no lograba comprender.

Esa fue la última vez que lo vi.

Después de casi cuatro meses conviviendo con él, el abuelo desapareció. Lo esperé por días, pero él no volvió.

Una noche, exactamente una semana de vivir con su ausencia, mi madre llegó a casa mientras yo hacía un trabajo con macarrones y pegamento. Ella llegó hecha una furia llorando y aventando lo primero que se cruzara en su camino hasta hacerlo añicos.

No me dio tiempo de buscar un refugio, para cuando me di cuenta la palma de su mano se había estrellado contra la piel de mi mejilla, dejándo un ardor avasallador que logró sacarme lágrimas de inmediato. Al golpe le siguieron muchos más hasta que ambos nos cansamos. Yo de llorar y ella de golpear y gritar improperios.

A esa edad yo no comprendía nada. Ni qué sucedía, ni mucho menos por qué, si yo había sido tan buen niño como el abuelo dijo, había recibido un castigo así.

Ven conmigo.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora