Prólogo

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Ghost of love

Prólogo


Finales del siglo XIX

Finca La Herradura

Dante Laprada.

Permanecía de pie en la pequeña capilla de piedra, al lado de mi esposa y nuestro pequeño hijo, recién nacido, ambos fallecidos. Tendidos ahí frente al altar, iluminados por cientos de cirios que alumbran la capilla. Hasta parecía que sólo estaban dormidos, pero no, su piel estaban tan frías como los féretros que ocupaban sus delicados cuerpos.

Mi amada Isela. Incluso ni la muerte fue capaz de arrebatarle su belleza. Iba ataviada con el vestido azul pálido que tanto le gustaba. Sus largos cabellos castaños se esparcían sobre la almohada de blanco satin igual que chocolate derramado.

Su belleza era indescriptible.

Había muerto al dar a luz a nuestro primer hijo, apenas unos meses atrás acababa de cumplir 20 años.

El bebé murió solo unos minutos después. Y yo quería morir junto con ellos.

-Ha llegado la hora hijo, debemos sepultarlos...

La voz cascada del viejo sacerdote irrumpe en mis tormentosos pensamientos.

-¡No! -exclamé lleno de rabia -. No quiero que los entierren... Todavía no.

-Hijo mío...

-¡He dicho qué no! -repetí, desenvainando la espada -¡Marchaos si no queréis que os descuartice a todos!

El sacerdote y todos los ahí presentes salieron en silencio de la capilla hubicada en los mismos terrenos de la finca, la compasión brillaba en los ojos del anciano. Respiré aliviado al verlos a todos salir. Necesitaba un poco más de tiempo con ellos a solas.

Cuando las puertas volvieron a cerrarse, dejé que las lágrimas empaparan mi rostro.

-¿Por qué amor mío? ¿Por qué os marcháis y os lleváis con vos, el único fruto de nuestro amor?

Rompí en llanto. Las piernas me fallaron y caí de rodillas. Mi corazón lo sentía aplastado pero continuaba latiendo cuando lo que más quería en ese momento era que dejara de latir.

Me incliné sobre el cuerpo de Isela apoyando mi cabeza en su silencioso pecho, cuantas veces me dormí escuchando su hermoso latir. Ya nada tenía sentido para mí, sin mi esposa y sin mi hijo era preferible estar muerto.

Mi hijo... Seis meses soñé poder cargarlo, tenerlo en mis brazos, pero mi sueño se volvió una pesadilla, mi bebé estaba allí, tendido junto a su madre, con la chambrita blanca que Isela tejió con tanto amor para él. Ya nunca iba a poder cargarlo, ya no lo vería crecer, mi hijo jamas me llamaría papá, nunca sabría a quién de los dos se parecería, ¿tendría mis ojos? ¿La sonrisa contagiosa de mi Isela? ¿Mi temperamento o el suyo? ¿Sería un niño travieso o tranquilo? Ya nunca lo sabría y el dolor que sentía por ello me atravesaba el alma.

Lloré, grité y maldije a los cielos por arrebatarme lo que más he amado en la vida. Mis lágrimas se agotaron, pero el dolor por su pérdida persistía.

Eran las cuatro de la madrugada cuando accedí a que los sepultaran. Una fina lluvia comenzó a caer, el clérigo salió de la capilla balanceando un incensario delante de él. Mis sirvientes portaban los féretros sobre los que yacían los cadáveres de mi esposa y mi hijo, alguien, no sé quién, soportaba el peso de mi cuerpo sin fuerzas. caminábamos detrás de ellos con el corazón destrozado y sin ganas de seguir respirando.

El criado del cura tocó una campana y el clérigo empezó sus oraciones. Toda la gente del pueblo se unió al cortejo fúnebre, no había una sola persona en todo San Fernando que no quisieraa mi Isela. Aquella noche nadie durmió, la procesión se fue haciendo cada vez más numerosas, avanzando lentamente en la oscuridad.

La fina llovizna se convirtió en una lluvia fría para cuando los féretros fueron cubiertos con tierra, el mismo cielo lloró por mi pena, acompañando mi dolor.

La finca que con tanto cariño soñé con convertir en nuestro hogar, se sentía fría y oscura ahora que Isela y nuestro hijo no están.

Hay tanto silencio, tanta soledad... se siente todo tan vacío. No sé cómo voy a superar su ausencia. Y ni siquiera ha pasado un día desde su sepelio, unas cuantas horas nada más.

Odio que esta soledad sea lo que me espera por el resto de mis días.

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