Capítulo 3

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La gente corría despavorida por las calles, huyendo de los hombres de alas negras que convertían a la gente en polvo mientras otros oscilaban en el cielo destruyendo los edificios y construcciones

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La gente corría despavorida por las calles, huyendo de los hombres de alas negras que convertían a la gente en polvo mientras otros oscilaban en el cielo destruyendo los edificios y construcciones.

Jaidan y Evan lograron salir del edificio y vieron gran parte de la ciudad reducida a escombros. Miraron hacia todos lados y nadie con un poco de sentido común estaba guardando la calma, ni siquiera el primer ministro que chillaba oculto dentro de su limosina pidiendo que llamaran al ejército para que le salvaran la vida.

El cielo y la tierra empezaron a vibrar con una especie de trepidación sorda que se iba acentuando, y un fotógrafo que quería capturar las terribles imágenes, que había alzado la cabeza, dijo:

—¡Miren!

Los tres pudieron ver una gran formación de aparatos que se desplegaban lentamente desde la lejanía, y eran tantos que cubrían el horizonte.

—¡Nos invaden los extraterrestres! —gritaba una mujer en el interior de su automóvil.

Evan lanzó una mirada hacia los extraños objetos ovalados y planos que avanzaban con rapidez hacia la ciudad mientras el temblor de la tierra y del aire aumentaba y el ruido crecía.

—Esto no me gusta... —susurró Jaidan.

Los objetos brillantes, similares a esferas de fuego empezaron a caer sobre la tierra cual misiles que bombardeaban todo a su paso, generando más destrucción y caos. Jaidan, tiró del brazo de Evan y empezaron a correr, esquivando esas extrañas cosas que caían e incendiaban la ciudad. Coches, casas, personas, todo sin excepción era devorado por el fuego. Ni el ejército, ni los bomberos pudieron controlar la situación.

—Detente —le pidió a Jaidan, intentando respirar.

—No hay tiempo —le replicó—, si quieres morir, no es mi problema.

Y entonces, Evan, girando sobre sí misma al advertir un dolor en los pies por culpa de los zapatos, alzó la vista hacia la ciudad y abrió la boca sin que de ella brotara ningún sonido. Ante ella, a trescientos metros, Grascovia parecía otra, más plana; bajo el polvo que colgaba sobre ella, como una bruma sucia y persistente, las construcciones se amontonaban las unas encima de las otras, como aplastadas por una enorme y torpe mano. Volvió a cerrar los labios, los abrió de nuevo y exclamó:

—¡Maldición!

En la ciudad no quedaba nada en pie. Los edificios se habían desmoronado sobre sí mismos, como si de golpe sus paredes hubieran flaqueado, y sobre sus escombros habían caído los tejados. Montones de piedras y vidrios partidos estaban diseminados por las calles y cubrían principalmente las aceras, pero el hundimiento había sido demasiado a plomo como para dejar intransitables las vías más anchas, por donde ya corría el agua de las cañerías reventadas que, en algunos lugares, alzaban impetuosos géiseres entre la polvareda.

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