Epílogo

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Un tesoro sin antecedentes de demostraciones espectaculares, florales plantadas en variedades infinitas, alternadas con obras de arte hermosas

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Un tesoro sin antecedentes de demostraciones espectaculares, florales plantadas en variedades infinitas, alternadas con obras de arte hermosas. Una creación magnífica e inspiradora: un fuerte olor a plantas, el perfume de cosas vivas y en crecimiento, de tierra y de raíces que crecían en todas las direcciones.

Nunca antes se habían visto árboles tan altos y vigorosos; en largas guirnaldas pendían maravillosas enredaderas, donde se formaban las más raras combinaciones de aves, flores y follajes. Muy cerca, en la hierba, se paseaba una bandada de pavos reales, con las esplendorosas colas extendidas. El león y el tigre saltaban como ágiles gatos por entre los verdes setos, cuyo aroma semejaba el de las flores del olivo, y tanto el león como el tigre eran mansos; la paloma relucía como una agraciada perla, acariciando con las alas la melena del león, y el antílope, siempre tan arisco, se estaba quieto agitando la cabeza, como deseoso de participar también en el juego.

Tenía unos ríos bellos de aguas cristalinas. Había frutas deliciosas que tomaban de los árboles. Había flores de muchos colores y con aromas maravillosos. Los animales eran amistosos y les obedecían. Las aves eran de colores vistosos y muy bellos. Nunca hacía ni demasiado frío, ni demasiado calor. El clima era perfecto en el Paraíso Terrenal.

Evan, Jaidan y Adriel vivían en felicidad plena. Tenían todos los conocimientos que necesitaban. Ya no tenían necesidad de aprender, eran la versión perfecta de la creación humana. Eran tal y como tenían que ser desde su origen.

Solo sabían que se amaban, que habían sido creados a imagen y semejanza por su padre; sus recuerdos y conocimientos del pasado desaparecieron. No tenían heridas, se olvidaron del dolor y sufrimiento. Ya no necesitaban cubrir sus cuerpos porque no tenían nada que ocultar, sabían que Dios los amaba y hablaban con Él cada atardecer. Y Él les dijo que podían hacer todo cuanto quisieran, excepto por una sola regla que tenían que cumplir: podían comer del fruto de cualquier árbol del jardín, menos de uno, el árbol del conocimiento del bien y del mal.

Todo aquello que tenían a su alrededor era el jardín del edén, el enorme recinto colmado de todas las especies de árboles, cuyas ramas excesivamente pobladas de hojas perfumaban el aire con un fresco aroma vegetal. Había arbustos cubiertos de radiantes bayas rojas, moradas y negras, y árboles pequeños de los que colgaban frutos de formas curiosas que no se habían visto nunca antes. Higueras y granados crecían silvestres, y la parra salvaje tenía racimos morados y verdes.

Allí las flores, hojas y aves cantaban las más bellas canciones, pero mucho más melodiosamente de lo que podía hacerlo la voz humana. Se respiraba entonces una atmósfera tersa y tibia, pura como la de las montañas y aromatizado por las rosas de los valles.

Fluía por allí un río límpido como el mismo aire, y en sus aguas nadaban peces que parecían de oro y plata; serpenteaban en él, anguilas, que a cada movimiento lanzaban chispas azules, y las anchas hojas de los nenúfares reflejaban todos los tonos del arco iris, mientras la flor era una auténtica llama ardiente, de un rojo amarillento, alimentada por el agua, como la lámpara por el aceite.

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