Capítulo 24

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Todo indicaba que iba a ser el último día de la humanidad

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Todo indicaba que iba a ser el último día de la humanidad.

La iglesia se erigía contra el inmenso cielo negro y el aire olía incluso más fuerte, un olor extraño como de ozono y a quemado. ¿Había ocurrido un incendio? ¿La guerra del fin del mundo estaba ocasionándolo? Pero el lugar parecía intacto. Excepto por los vitrales que habían sido destruidos por alguien más.

La hierba crecía medio salvaje allí, medio cubriendo los caminos ramificados que se conducían entre lo que probablemente una vez habían sido rosales organizados con esmero. Incluso había un hacha vieja incrustada en un tronco, recubierto por la mala hierba; esto había sido una iglesia de verdad una vez, antes de que las cosas dieran un giro inesperado.

Jaidan empujó el portón de madera y entraron. Por un momento, pensaron que estaba desierto. Las únicas ventanas estaban muy arriba y tenían barrotes. La puerta se cerró de un portazo detrás de ellos.

La estancia olía a cera vieja, y la gruesa capa de polvo que cubría el suelo estaba marcada con huellas de zapatos desdibujadas.

—Jaidan, aquí no hay nadie —comprendió Evan, mirando a su alrededor con perplejidad.

Jaidan permaneció en la entrada, con aspecto indeciso.

—Evan, esta es la única iglesia de la ciudad. Aquí dijo el arcángel que nos encontraría —repuso—. Nos quedaremos aquí.

—Me parece que... —empezó Evan, pero Jaidan estaba ya arrastrando su pierna herida por el camino hacia el altar de piedra.

—Olvídalo, Evan. Nos quedamos —declaró, oprimiendo el músculo.

Evan se mordió el labio y prefirió ver a su hijo; buscó el rostro del niño entre la sábana que le cubría y le sonrió; a pesar de los últimos acontecimientos estaba profundamente dormido, acurrucado en los brazos de su madre.

Jaidan se detuvo al pie de los escalones que llevaban hacia el altar, y se sentó tratando de mantener estirada su pierna adolorida.

—Santo cielo, Jaidan, estas sangrando —protestó Evan mientras Jaidan se mordía los labios de dolor.

Ella se dirigió rápidamente hacia la pila bautismal de mármol que estaba al costado del altar, se deshizo de la capa y la acomodó dentro de la copa, para luego, y con mucho cuidado, recostar a Adriel ahí.

—No hay duda que ha heredado tu sueño —repuso Jaidan con gracia—, así estallen mil bombas a su alrededor roncará como un león.

Ella no pareció querer tocar el tema. Se volvió hacia él, se puso a su lado y empezó a examinar la gravedad de la herida.

—Tengo que sacarte la bala.

Jaidan la miró con inquietud.

—No es necesario —dijo—. Sólo intenta parar la hemorragia.

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