Lluvia

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Eran las dos de la mañana, las calles estaban brevemente iluminadas por farolas que parpadeaban al sonido de los truenos, la tormenta se acercaba dejando a su paso un remolino de hojas empapadas por esa lluvia helada, lluvia que calaba su alma y se confundía con sus lágrimas. En su pecho un bulto, pequeño y frágil al que protegía del aguacero con su propia chaqueta. Sus cabellos rubios rizados caían empapados sobre su pálido rostro mientras se le encogía el corazón sintiendo la pequeña mano de su bebe aferrada a su camisa, profundamente dormida, sin intuir que ese sería su último contacto. El cálido aliento de la pequeña en su pecho, sus gorgoritos entre sueños atenazaban su pecho provocando sus lágrimas, acelerando sus pasos bajo el aguacero hasta llegar a su destino, el orfanato, el final de su viaje.

Dejó a la pequeña, aun dormida, envuelta en una manta justo en la puerta de ese lugar, acariciando con suavidad su mejilla, tan frágil, tan hermosa...

Se apartó de ella, como si la corriente recorriese su cuerpo, de un salto. Su corazón desbocado y su estómago hirviendo, mil lágrimas corriendo por sus mejillas y su alma partida en mil pedazos mirando por última vez a su hija, formada durante nueve largos meses en su vientre, quizás su mayor creación y a la que debía decir adiós, por su bien, porque no podía darle futuro, la vida a su lado no tendría sentido.

-Adiós Kathe, supongo que algún día te preguntarás por qué, simplemente porque te quiero pequeña...

Llamó a la puerta, no podía dejarla toda la noche pasando frío, podía enfermar. Espero pacientemente y al escuchar pasos que se acercaban salió corriendo sin mirar atrás, con las lágrimas empañando sus mejillas y un grito que no llegó a salir de su garganta, el grito ahogado de una madre rota.

Las grandes puertas del orfanato se abrieron, encontrando una pequeña apaciblemente dormida. Automáticamente la mujer encargada de ese lugar histórico a la par que triste tomó a la pequeña en sus brazos, penetrando al calor del interior. La niña abrió sus ojos desorientada y empezó a llorar desesperada, no reconocía los brazos que la portaban, no era el olor de su madre, ni su voz, ni su tacto...

Tras pasar por la enfermería y certificar que estaba sana, dormida en una de las cunas del lugar, agotada de su llanto incesante, la gobernanta leyó el pequeño trozo de papel que venía entre sus mantas.

Se llama Kathe, denle un buen hogar yo no puedo dárselo

Arrugando ese papel, suspiró pensando en esa súplica impresa, un hogar para la pequeña, con lo difícil que era conseguir un buen lugar donde colocar a todos los pobres desamparados que acababan en su institución, sin duda lo intentaría pero no podía prometer que ese pedido se llevase a cabo.

Un año más tarde.

El estridente pitido del despertador resonó en su habitación mientras de un salto se levantaba desorientada. Sus ojos chocolate barrieron el lugar resoplando mientras apartaba la maraña de cabellos de su rostro. Miro el reloj levantándose de un salto, entrando a la ducha a la velocidad de la luz.

Una vez aseada y vestida corrió las cortinas de su apartamento y volvió a resoplar, llovía copiosamente. Desayunó rápidamente, café y un par de tostadas, cogió su paraguas y salió corriendo pues lloviese o nevase tenía trabajo, un reportaje más que rodar.

A sus veintiocho años, Regina Mills era una de las mejores reporteras de Nueva York, codiciada por las grandes cadenas aunque se negaba a cambiar su puesto de trabajo, una pequeña televisión local dedicada a pequeñas historias que llegan al pueblo.

Ese día debía rodar en uno de los orfanatos más antiguos de la ciudad, las mil historias que esos muros encerraban eran apasionantes a la par que desgarradoras. Un escalofrío recorrió su espalda bajo la incesante lluvia de camino a ese lugar donde había quedado que se encontraría con el resto de su equipo.

Tras las huellas de tu nombreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora