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Reniegas de un destino profético, del reacio palabrerío de la locura. Disparates de un alma que luce ancestral, contra la que despotricas, porque no tiene derecho, porque ha osado a inmiscuirse en donde es ajena. Porque escupe lejanías, primaveras y la posteridad.



San Ignacio, 1856

— ¿La niña lo ha entretenido, señor San Román?

Crucé el umbral con una sonrisa acompañada de ironía. Me abrí paso rumbo a la silla, tanteando terreno, entre peculiares objetos y otros cachivaches. Me acomodé el saco y la miré fijamente. La frialdad con la que lo hice  debieron  advertirle la seriedad de mis pretensiones al hallarme en sus dominios, no obstante, la anciana, inmutable ante mi aparición, prosiguió con su labor de corchar los frascos arriba de la encimera. Su andar en completa quietud, sosegado hasta el aburrimiento, aunado a su voz estridente aumentaba mi inquietud. Apreté los nudillos, ansioso por una respuesta lógica a todas mis interrogantes.

—Ha tardado demasiado—dijo finalmente—, lo esperaba aquí hace ¿un mes?—añadió, dándose la vuelta, dejando expuesto su aspecto nigromante, unas ojeras marcadas con un enfermiza tonalidad y una nariz aguileña, tan terrorífica como el resto de su cara ni remotamente agraciada.

Sobre la mesa redonda, y encima del mantel con puntos brillantes que simulaban el cielo ascendente sobresalía una esfera de cristal. A su lado, un puñado de cartas, las mismas con las que habría profetizado mi futuro constituían una región de caras, anatomías sin recato, símbolos extraños e imperios delta.

Desdoblé la hoja, el símbolo de mi calvario, extrayéndolo de uno de los bolsillos del chaleco y lo azoté contra la mesa, acaparando ipso facto su vaga atención y su interés a la joven de enormes ojos marrones y labios exuberantes plasmada en el papel. Carina de la Vega había habitado mis sueños desde el frío diciembre,  cinco meses antes de su llegada, apropiándose de mis dedos en la tiza, guiado por la inspiración de sus rasgos infantiles y la sensación de puro deleite que me provocaba realzarlos con sombreados en los sitios correctos.

— ¿Puede explicarme, como es que esta mujer es la viva imagen de aquella que pasea ignorante del brazo de la doncella? —Inquirí, señalando con el dedo el retrato—Y más vale que confiese, gitana, porque no estoy dispuesto a seguir tolerando sus charlatanerías.

La mujer se irguió en toda su atura.

—No son mentiras—respondió ella con los ojos brillantes, de un vivo enardecido. Me eché hacia atrás—. Anda ciego, como un niño. Mira, pero no ve. Esa niña, viajera de tierras lejanas, de lunas crecientes vino a salvarlo de la ruina, de la condenación de su estirpe, del descarrío de su propio pasado. Hombre necio, apacigüe la ira de su ser. Viva, vaya de su mano por el sendero de la luna creciente...

El anhelo del tiempo © [ SERÁ RE-EDITADA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora