La dulcinea ha despertado al león dormido, dio pie a su retorno, de aquel lugar a donde no debió el felino; a su ira contra el rey, al dolor que le causó alejarse de su amada y del fruto de su amor. Vendrán días difíciles, no hay leona, cazará por sí mismo; penetrará las garras en lo más profundo, sacudirá a la corona, inducirá el miedo y de la yugular verá desangrar a su enemigo.
No se puede ir por la vida tan quitado de la pena, como si no hubiera un pecado, como si el ayer no existiera, como si el fruto bendito no valiera ni un centavo.
Un tarro de cerveza y un par de nalgas coquetas sobre mí sirvieron para alejar de mi mente a la caprichosa Carina de la Vega y a su boquita tentadora. No había comparación, entre una dama fina y una ramera del burdel de Madame Angelé como la que en estos momentos meneaba su trasero provocadoramente; entre unas caderas deliciosamente receptivas y unos pechos exageradamente sugerentes e insinuantes desde el primer minuto en que escogí mi lugar frente a la chimenea.
Todo aquello pintaba a prohibido.
En primer lugar tendría que haber estado en casa como un caballero con sentido del decoro y, en segundo se suponía..., ¡maldita sea!, no debí dar pie a tales incomodidades besándola. Charlatanería o no, la gitana Zela, con aquella mirada enardecida me advirtió que, al primer beso marcaría mi delirio. La culpa por haberme aprovechado de ella en ese estado inconcebible, ella una señorita que prometía clase y refinamiento no significaba nada en comparación a tener diariamente los desvaríos de la anciana loca carcomiéndome desde entonces cual mortífero recordatorio.
La prostituta, con un ronroneo, se inclinó hacia a mí, para regalarme una esplendorosa vista de sus pechos apretados en el escote del vestido. Si mis ánimos fueran mejores y no estuviera comprometiendo mi título, el cual de por sí arriesgaba bastante a perder al sentarme a la mesa con estos borrachos, con toda probabilidad le hubiera seguido el juego atrevido.
—¿Hay algo más en que pueda ser de utilidad?—besó mi mejilla.
—No esta noche, gracias—aparté sus dedos de mi cara y me puse de pie.
La fulana soltó un gritito y luego un quejido de contrariedad acompañado por un beso que rechacé rotundamente y sin el menor reparo. Lancé las cartas al centro, me acomodé la corbata y me despedí de los hombres.
—¿Tan pronto, San Román?—canturreó uno.
—Sí, ¿tan pronto?—remarcó otro— ¿Será que por fin veremos al libertino de todo San Ignacio reformado las semanas siguientes?
—He escuchado a mi mujer decirle a otra que hay una preciosura en Mervale—terció el último, un hombre de edad avanzada y bigote ridículo.
—Su mujer, con todo respeto, Bonilla, debería aprender a no inmiscuirse en asuntos ajenos, y usted a no dar pie a esos absurdos chismorreos.
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El anhelo del tiempo © [ SERÁ RE-EDITADA]
Ficción históricaAQUÍ NO. Ya se actualiza su nueva versión en este mismo perfil y con el mismo nombre.