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Hombre necio, que de embuste acusaste, dime si has traicionado con qué cara vienes te presentas penitente y agobiado; faltaste a tu palabra, sellaste tu destino. Por los astros, por el universo infinito, dolerán tus entrañas, desearás no haber cogido de tajo su camino.




—Oh mi amante mío, volveremos a reunirnos, tú mi sol y yo la luna.

Isabel Vitoriano, prodigiosa soprano, tenía la voz más primorosamente melodiosa de la que ninguna mujer haya sido dotada; su cuello alargado mostraba los vestigios de corrientes coloraturas y de un potencial timbre lírico entrenado a muy temprana edad.

Embelesados, la mayoría de los invitados por su perfeccionada interpretación eran incapaces de reparar en los ojos grises dirigidos al hombre sentado a pocos metros de la tarima donde ella entonaba tú mil sol y yo la luna, oh mi amante mío.

Vicente le devolvió la mirada penetrante y acompañada de un frío glacial. Era evidente que sabía de la poesía de las líneas, encauzadas a él; su postura imperturbable, con una mano descansando sobre la pierna y la otra compenetrada alrededor del bastón distaba mucho del brillo resurgente del negro azulado de sus ojos.

Resistí el impuso de zarandearlo, despertarlo del embrujo de aquella dama cantante y recordarle porque estábamos ahí, para congraciarnos con el Parlamento, y demostrarnos dignos de ser duque y "una perfecta incomparable".

El pensamiento me surgió por la mente, claro y fugaz. Un torbellino de recelo e indignación, se empotró en mi genio ya vivo y lengua mordaz. Ese miserable e Isabel Vitoriano se habían citado clandestinamente en algún punto de la casa Faure a expensas de toda la cháchara sobre buenos modales y conductas respetables.

Ahí radicaba el problema con los buenos modales y conductas respetables en que la sociedad se regía. Vicente no adoptaba tal comportamiento cuando la beldad se hallaba cerca. ¿A qué clase de prudencia se refería entonces cuando me sermoneó hasta el cansancio sobre la importancia de reconstituir su acicalada reputación? No cabe duda que Vicente era un condenado mentiroso, un contumaz tenorio dispuesto a lanzarlo todo por la borda si una seductora pelirroja se pavoneaba a su alrededor vestida de verde.

Cuando la canción terminó y los aplausos se suscitaron en el gran salón, Vicente se puso de pie y me ordenó quedarme al lado de lady Arrúbal. Sin dar muestras de sospechar sobre sus depravadas intenciones, le mostré una sonrisa obsecuente y entrelacé el brazo con el de lady, siguiéndolo con la mirada hasta perderlo de vista entre la muchedumbre.

La viuda era una regordeta emplumada, con la vestimenta exagerada, el peinado voluminoso y de alta dimensión, bastantito elaborado; su abanico incluso era el doble de grande que su cabeza y las joyas le adornaban el cuello y las orejas de un fulgor inquebrantable. Pero también poseía el humor más alegre de San Ignacio, era muy estimada y respetada entre la aristocracia. A pesar de que los nombramientos pertenecientes a la nobleza y, las cuales no entrarían en vigor hasta dentro de un año, nadie se atrevía a protestar el atribuido título que se le otorgaba como Señora de la casa Faure. El nombramiento se le adjudicaba como mote más que por nivel jerárquico. Según le había contado Vicente, el fallecido esposo de lady Arrúbal perteneció a un insigne árbol genealógico, los Arrúbal de Faure, es por eso que Vicente había acudido a ella para su presentación en sociedad, con la seguridad de verse respaldado por el reconocimiento de un buen estatus social como lo era el de los Arrúbal de Faure.

El anhelo del tiempo © [ SERÁ RE-EDITADA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora