VIII

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No te vuelvas una necesidad, pero  déjame que te bese, deja que lo intente como una casualidad, o deja que te  olvide y que tu boca se la lleve al viento.

No me quieras, yo tampoco te querré, pero te lo pido.  




— Nadie podría saber que estamos aquí—susurró Vicente, apartándose un poco para que pudiera verle. Alzó ligeramente mi mentón y bajó la mirada a mis labios—. Se han ido. Si eso la tranquiliza—se refería a Fernando  Viñaspran y su sirviente. 

—Señor San Román, preferiría que...

— Sí...escucho... — Santo cielo, su tono voz era peligrosamente tentador. No podía pensar con claridad si seguía mirándome los labios.

—Señor...—él mostró una sonrisa ladina y completó mi oración con "San Román". ¿Estaba disfrutándolo? Por supuesto que estaba disfrutándolo.

— Preferiría que siguiéramos manteniendo nuestras distancias.

—Por supuesto—pero Vicente no movió ni un pie y su mirada fue a dar a mi escote. Dio un suave soplido sobre la mariposa que adornaba el vestido justo allí. Las alitas se movieron y tuve la clara percepción de sus pupilas dilatándose. Dilatándose a plena luz del día, y con esta misma luz me percaté del azul oscuro que se formaba alrededor de ellas. De ese azul extraordinario, no negro de la noche, ni tampoco azul. Azul rey, en pleno anochecer, el del último aliento del ocaso.

Mi respiración, agitada por el nerviosismo y la vehemencia de su afecto hacían un sutil sube y baja en el mono vislumbre de mis pechos.

—Voy a besarte—y no sé si fue un aviso, una advertencia o un presagio; lo hizo y no me opuse. Mis piernas temblaron ante su hechizo cautivador, tuve que sostenerme de sus hombros para no flaquear.

—Tan bonita...y tan dulce...—volvió a acariciarme con su aliento. 

Di un paso hacia atrás y jalé del cordón que unía los volantes y la manga de mi vestido, dejando mi hombro descubierto. Sabía que estaba arriesgándome a perderlo todo, incluso a mí misma. Él no me amaba, jamás llegaría a amarme, y tampoco es que quisiera que me amara, pues en algún momento tendría que volver y sería más difícil marcharme; porque si me amara, le amaría, porque allí de pie, aun con la brisa veraniega soplándome el hombro empezaba a dolerme la idea. Reviví rápidamente el momento en que su mano se estrelló contra mi cara, y sólo así pude recordarme que estaría copletamente loca si me enamorara de Vicente San Román.

Llevé la mano a su mejilla derecha, tragué saliva y me encontré con sus ojos brillantes de una mezcla entre pasmo y fascinación. No hacía falta que leyera mis pensamientos, mis nervios eran palpables, era evidente que jamás había llegado tan lejos con nadie, que este increíble arrojo de temeridad era nuevo para mí. Vicente deslizó los dedos por el tirante de los volantes y depositó un beso en la clavícula. Me estremecí. Un cosquilleo se plantó en mi vientre cuando desabrochó el otro y el vestido quedó colgando de mis brazos.

El anhelo del tiempo © [ SERÁ RE-EDITADA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora