veintitrés

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Una de las cosas que jamás olvidó fue el camino a casa.

Recordaba el aroma de la niebla. Tan asfixiante. Tan despiadada a su piel lastimada, tan fría. Su mente estaba tan neutra, parecía desorientado en sí mismo, sin saber a dónde iba pero sintiendo que era el lugar que necesitaba. A sus diecinueve años caminó solo por los desolados bosques, cubierto de sangre, cortes. La ropa que traía se pegaba a su piel como garrapatas, tan cojo, cansado y cubierto de una capa delgada de desgracias. El sudor le recorría la frente de sólo recordarlo, su corazón se encogía, su piel se erizaba.

Pero él no sabía porqué.

Jamás sabía del porqué de las cosas. Su mente se había convertido en una gran bola de curiosidad, una curiosidad que implicaba dañar a otros. Pero poco le importaba. No causaba efecto en él, las lágrimas de otros sólo eran algo estúpido, tranquilamente reventaría la cabeza de alguien con un martillo y se reiría de los sesos desparramados.

El dolor de otros no le importaba. Los sollozos, los llantos desgarradores no causaban pizca alguna de pena. El mundo al que se le fue adaptado no salvaba ni al más inocente ni al más corrompido. Porque toda persona tenía un animal interior que rugía por ser liberado. Un alma sucia que luchaba por ser limpiada.

Pero que uno se purifique de su mierda implicaba que otro se quedara con ella. Que otro sea el envase de cada uno de sus traumas. Que sea portador de lo que alguna vez fue. Era un proceso de limpieza interna que implicaba jugar con la identidad de alguien más.

Muchas veces se lo hacía por justicia, pocas siempre se trataban para olvidar algo cometido. Cada animal era portador del pecado de alguien más.

Cada pedacito de ti se refleja en aquél animal. Cada sufrimiento, cada lágrima, cada fuerza de voluntad se marca en ella.

Y cuando lo vio ahí, postrado en el suelo. Hecho un bollito pequeño, tan temeroso. Tan asustado y gritando por alguna razón que desconocía se sintió extraño.

Su mente siempre se confundía cuando se trataba de aquél animal. Y aunque Tyler formara parte de su vida, detestaba cada pedacito de deformación física y mental que generó en él. Cada pieza que era parte de Tyler había formado parte de él. Todo el odio, el rencor y el miedo acumulado en aquella alma artificial que poseía se reflejaba en aquél animal.

Y aún así, no se sentía satisfecho.

Aún le afectaba aquél nombre del que fue dueño, su mente lo veía incorrecto en algunas ocasiones. Las cicatrices, las costumbres, la sangre con la que se manchaba los dedos eran un recuerdo de lo que pasó. No podía despegarse de aquella identidad.

Y cuando aquél animal levantó la vista, no respondió. Cuando intentó tomar su mano no cedió.

Pero miró sus heridas, la sangre caían como lágrimas. Y parecía no importarle a Tyler.

VIOLENCIA ANIMALDonde viven las historias. Descúbrelo ahora