Capítulo 29

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Pablo evolucionaba favorablemente. Después de dormir durante un día completo, había despertado, las memorias de su golpiza habían desaparecido en parte. El láudano ayudaba a mitigar los dolores y a mantenerlo en reposo. Al paso de una semana, la inflamación y el color violáceo de los moretones disminuía, cambiando a la gama de los verdes y amarillos, aunque el doctor había recomendado que se mantuviese en reposo.

Luego de quitar los puntos de las suturas que había hecho, Manuel Solano guardó nuevamente los instrumentos en su maletín.

—Podrás levantarte pronto, Pablo —dijo y palmeó las rodillas del joven.

—Gracias —contestó sin demasiada emoción.

Antonio Carrasco ya le había anunciado a su hijo que debería marcharse de la casa una vez que se encontrara bien. No podía permanecer bajo su techo. Sentía rabia, el odio se acumulaba en su ser, tejía una red de recuerdos que mantenían viva la sed de venganza.

El doctor se puso de pie y luego de una corta despedida, caminó hasta la puerta de la habitación donde el joven descansaba. Era tarde y sólo anhelaba poder regresar a su casa para dormir y recuperar energías. Carrasco le había dicho que pasara por su despacho luego de revisar a Pablo, así que se encaminó hacia allí.

La puerta estaba entornada, así que dio un par de golpes para anunciar su presencia y luego la empujó. El fuego crepitaba, calentando el ambiente, y Antonio leía cartas, sentado detrás de su escritorio. Solano observó el rostro del hombre y sintió pena por él, parecía al menos diez años más viejo de lo que realmente era. Las arrugas alrededor de sus ojos se habían vuelto más y más profundas, su piel lucía pálida y no tenía el tono rosáceo que alguna vez le había visto.

—He terminado —anunció.

—¿Cómo está el muchacho? —preguntó Carrasco al tiempo que señalaba la silla contraria a la suya para que el médico tomara asiento.

—Está bien, debería empezar a ponerse de pie y hacer algunas tareas, sin levantar peso ni esforzarse mucho.

Antonio asintió con la cabeza y miró con ojos cansinos al médico frente suyo.

—Puede irse —murmuró.

Solano se puso de pie nuevamente, recogió su maletín y negó cuando Antonio Carrasco le ofreció llevarlo hasta su casa. Abandonó el estudio, dejando al dueño de la casa ensimismado en sus papeles, sus problemas y su soledad.

El pasillo estaba desierto y salió por la puerta principal. Dio un par de pasos en la oscuridad, su caballo lo esperaba cerca del establo y sólo estaba a unos metros de allí. Bajó la escalinata para atravesar el parque.

—¿Doctor Solano?

El médico se quedó pasmado sobre el césped. Giró y observó a Salvador, sentado en el banco de madera que había a un costado de la entrada. Sostenía un cigarro en su mano y estaba a oscuras porque obviamente no necesitaba un farol a pesar de la noche.

—¿Salvador?, buenas noches, ¿cómo supiste que era yo? —preguntó sorprendido, el joven sonrió antes de llevar el cigarro a sus labios otra vez.

—El eugenol —contestó con una sonrisa, haciendo referencia al antiséptico —. Usted sabe que la ceguera hace que los demás sentidos se agudicen.

Solano sonrió, feliz de ver a su antiguo alumno. Avanzó unos pasos hasta el joven que al percibir la cercanía de quien fuese su maestro, extendió una mano en su dirección. El médico se apresuró a estrecharla.

—¿Cómo estás Salvador?

—Hago lo que puedo señor —contestó encogiéndose de hombros —¿Qué hace usted aquí?

OfeliaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora