Capítulo 34

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Las brasas morían, emitiendo los últimos despojos de calor. Guillermo frotó sus manos heladas frente a la estufa, intentando calentarlas un poco. Estaba pensativo, intentaba ponerse en el lugar de su padre y analizar la situación desde aquel punto de vista. Si Alfonso Guerra Escalada estuviese vivo, nunca habría interferido en el secuestro de Ofelia, todo podría haber finalizado en menos de una semana y él llevaba más de seis meses dando vueltas a la misma situación y no había podido ver ni siquiera una pizca del dinero que Samuel había ocultado. Si su padre viviera y supiese la cantidad de idioteces que había cometido en los últimos meses, las heridas ya cicatrizadas de su espalda estarían nuevamente abiertas, y aquellos azotes no estarían tan mal dados después de todo. Cerró los ojos, y algunas imágenes de los últimos años de vida de su padre surcaron su pensamiento, haciendo que las cicatrices escocieran debajo de su camisa.

La criada entró a la habitación y, con rapidez, volvió a encender el fuego sin dirigirle la mirada al Señor. Cuando las llamas danzaron, ella se retiró, dejándole nuevamente solo.

La noticia recibida horas antes por uno de sus hombres, todavía lo inquietaba. El doctor Solano había insistido en que fuese a ver a los dos esclavos que estaban siendo atendidos por él; las infecciones habían cedido y el aspecto general de ambos era saludable. El médico aseguraba que podrían afrontar el próximo viaje en barco hacia América con el cargamento nuevo de esclavos. Mientras Solano hablaba, Fernando Pomares interrumpió la conversación. Quizás no debería haber dejado que Manuel escuchara el mensaje que traían para él, pero la idea de que fuese algo relacionado con Ofelia no cruzó por su mente. Incitó a su hombre a hablar pese a que el doctor continuaba parado en su sitio, y cuando escuchó que el ciego se casaría con la hija de Samuel Herrero, una nueva sensación lo embriagó por dentro: una mixtura perfecta entre celos, rabia y preocupación.

Al regresar a su casa, se había encerrado en su despacho; en un rincón reposaba, ya vacía, una botella de vino y en ese momento mecía una medida de whisky en su vaso. Lo llevó a los labios y, sin pensar demasiado, bebió todo el contenido de un solo trago, sintiendo la quemazón que producía el alcohol descendiendo por su garganta. En el cajón de su escritorio conservaba, guardada bajo llave, la carta que pertenecía a Ofelia. La tomó e intentó leerla una vez más; las palabras se veían borrosas y se entrecruzaban las líneas en su mente, confundiéndolo. En un impulso de ira incontrolada, abolló el papel y lo arrojó a las llamas que lo envolvieron rápidamente.

La puerta se abrió y la criada entró nuevamente al despacho. A su lado iba Antonio Carrasco, que al ver el estado en que se encontraba Guerra Escalada, frunció el ceño y sus ojos se fijaron un segundo en el papel que ardía en el fuego de la chimenea.

—Buenas noches —saludó Guillermo con voz pastosa, al tiempo que se ponía de pie y caminaba hasta su visitante, tambaleándose.

Antonio estrechó, dudoso, su mano y tomó asiento en la silla que Guillermo señaló con la cabeza. Guerra Escalada se acercó hasta la muchacha, intercambió unos susurros con ella y la despidió, cerrando la puerta con media vuelta de llave.

—Antonio, he recibido noticias un tanto inquietantes... —posó sus manos en los hombros de Carrasco que se paralizó durante unos segundos.

—¿Qué tipo de noticias Señor? —preguntó Antonio, conteniendo la respiración. Sabía que hacía referencia al matrimonio de su hijo con la hija de Herrero. La sonrisa ladeada que surcó los labios de Guillermo confirmó sus sospechas.

—Tu hijo va a casarse con Ofelia —rellenó su vaso con whisky. Tomó asiento frente a Carrasco y bebió un trago de la bebida sin hacer ni una mueca. Antonio pensó que a él también le vendría bien un poco de alcohol para calmar el temblequeo de sus manos pero no era tan estúpido como para solicitarlo.

OfeliaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora