La noche estaba cargada de olor a tierra mojada y humedad. El típico aroma que predice una tormenta penetraba en la habitación a través de la ventana abierta de par en par. Isabela se movió entre las sábanas con delicadeza, intentando no despertar a Pablo que dormía a su lado. Se deslizó con sutileza, hasta que sus pies tocaron el suelo frio del cuarto, y de pie, contempló nuevamente a su amante. Su pecho subía y bajaba al compás de la respiración tranquila. Él giró sobre sí, colocando un brazo en el espacio vacío del colchón que minutos antes había estado ocupado. Isabela retrocedió dos pasos en dirección a la ventana del cuarto y contuvo la respiración, rogando que no despertara.
—¿Dónde vas? —preguntó, incorporándose.
—Sólo iba a cerrar la ventana. Va a llover —murmuró en un susurro.
Pablo gruñó al tiempo que le daba la espalda para continuar durmiendo. Isabela se detuvo junto a la ventana; antes de cerrarla observó el cielo nocturno donde no había ni siquiera una estrella a la vista, llenó sus pulmones del aire con sabor a lluvia y murmuró una plegaria.
—Mañana tendremos mucho trabajo que hacer, regresa a la cama —ordenó Pablo y ella no tuvo más opción que obedecer.
Amontonó los libros a un costado y hurgó en el fondo del baúl para asegurarse de que no tuviese un doble fondo. Revisó las paredes y rasgó el papel que las protegía. Nada. Ni un solo rastro del dinero o algo que pudiera ayudar a descifrar el misterio. Apoyó las manos en sus rodillas y volvió a ponerse de pie. Recorrió con la mirada la biblioteca y el armario donde ya no quedaban frascos con preparados. El estudio de Samuel Herrero estaba completamente dado vuelta; había revisado todo y sin embargo no había encontrado absolutamente nada. La frustración comenzó a apoderarse una vez más de Pablo.
La imagen de la casa de Ernestina se materializó en su mente. La anciana cuidando de él y de su madre que había perdido el juicio después de sufrir el abandono. Antonio Carrasco debía pagar. Pablo merecía tener lo que se le había negado toda su existencia: lujos, viajes, poder, respeto, y estaba determinado a obtenerlo.
¿Qué mejor oportunidad tendría que aquella?
Como primera medida había seducido a Isabela. No tenía otra opción, ella hablaría y sería su ruina. Ahora se había convertido en un estorbo, desde la forma en que lo miraba cuando le veía dar vuelta las pertenencias del padre de Ofelia, hasta compartir con ella su cama por las noches. Aunque sin duda aquello era mejor que dormir en el establo, donde el hedor de las bestias se impregnaba en él y la paja se introducía entre las fibras de su ropa, hincándose en su piel.
—¿Qué diremos cuando ellos regresen? —la voz de la mujer se coló por sus pensamientos, trayéndole nuevamente al estudio.
—Espero estar lo suficientemente lejos con una gran cantidad de dinero en mis bolsillos para ese entonces.
Isabela permaneció de pie en la entrada. Las palabras de Pablo flotaron en el aire unos segundos mientras su cerebro trataba de ubicar dónde estaría ella en esa frase. Dónde se encontraría cuando los dueños de la casa regresaran y vieran el desastre que Pablo estaba ocasionando.
—¿Vas a llevarme contigo? —susurró esperanzada.
Él detuvo su tarea y sonrió con sarcasmo. Acortó la distancia entre ambos con un par de zancadas, sus manos se enroscaron alrededor de la cintura haciendo que un escalofrío invadiera el cuerpo de Isabela.
—No seas tonta, no puedo llevarte conmigo —Los ojos de ella se cristalizaron, intentó contener las lágrimas al tiempo que un dedo de Pablo recorría su mejilla—. Si huimos juntos será más fácil localizarnos. Yo me iré primero, luego volveré a buscarte.
Eran promesas vacías, palabras vanas. Ella lo sabía. Era más fácil sonreír y no pensar. No pensar.
—Busca una pala, es hora de escarbar un poco el jardín.
*-*-*
Dámaris estrujaba el pañuelo mientras su mente daba vueltas. La última vez que había recorrido las calles de Londres aún había esperanzas para su matrimonio. Las manos de Antonio eran fuertes, sus dedos se apretaban entre los suyos mientras corrían huyendo de la llovizna; le habría gustado ir más lento para contemplar el cielo plomo que se cernía sobre sus cabezas, cubierto de nubes cargadas de agua que se estrujaban lentamente en forma de gotitas que humedecían todo. Se habían refugiado en un pequeño pasadizo entre las calles, él la había abrazado y cubierto sus hombros con el abrigo para que no se mojara.
—Pescarás un resfriado —había dicho mientras frotaba sus brazos humedecidos para darse calor.
El cielo continuaba siendo gris plomo y pronto las nubes se estrujarían para dejar caer la lluvia, encontraría un refugio o quizás dejaría que el agua la recorriera, probablemente fuera la única forma de lavar los recuerdos que invadían su memoria. Era tarde, su juventud se había esfumado; algunos hilos blancos comenzaban a bordar su cabeza, pero lo más envejecido era su alma. Le gustaba pensar que la experiencia traía sabiduría, pero había acarreado mucho dolor también y pesaba sobre sus hombros. Ya era tarde para llorar sobre la leche derramada.
—Volveremos en seguida madre —dijo Salvador cuando la enfermera había ido a buscarlos para guiarlos hasta el consultorio del médico.
Ofelia también estaba de pie, su brazo entrelazado al de su marido mientras avanzaban por el corredor.
El doctor Morton tenía rostro amable, le recordaba a su padre, principalmente por las gafas de leer que descansaban sobre su nariz, y la biblioteca atiborrada de gruesos volúmenes que se extendía por las paredes del consultorio. Les ofreció una sonrisa cargada de simpatía cuando el matrimonio ingresó. Cerró la puerta detrás de la pareja antes de avanzar hasta Salvador, quien había extendido su mano en dirección a la voz del médico.
—Mi colega me contó sobre su caso señor Carrasco —dijo en un español áspero y confuso —. Conversaremos un momento y luego lo examinaré para evaluar qué se puede hacer.
Una sonrisa nerviosa asomó a los labios de Salvador.
—Me gustaría saber cómo perdió la vista.
Salvador se movió incómodo en su silla, Ofelia giró su rostro para observarlo mientras él tragaba saliva, preparándose para recordar el día que había cambiado su vida.
—Fue una caída durante una cabalgata —murmuró con un hilo de voz.
—¿No acostumbraba montar? —insistió Ethan Morton sin perder la sonrisa amable que Salvador no podía apreciar.
—Lo hacía todas las mañanas. Ese día el caballo se desbocó y perdí el equilibrio, al caer, uno de mis pies quedó enganchado en el estribo y me golpeé la cabeza con una roca. Estuve varias horas inconsciente hasta que me encontraron y el doctor Solano siempre dice que fue un milagro que sobreviviera.
El silencio reinó en la oficina del médico durante unos segundos. Él pareció analizar cada palabra dicha antes de asentir con la cabeza. Rebuscó algunos instrumentos que colocó sobre una mesa de trabajo. Eran bastante aterradores por lo que Ofelia agradeció para sí que Salvador no pudiese verlos. Algunos parecían pinzas con puntas redondeadas, otros eran punzantes.
—Ahora voy a revisarlo —anunció al tiempo que se acercaba a Salvador y lo guiaba hasta una camilla donde le indicó que se sentase.
Tomó uno de los utensilios que parecía una especie de lupa, examinó cada uno de los ojos del joven e hizo anotaciones en un cuaderno, seguidas de pequeños dibujos que Ofelia fue incapaz de entender.
Salvador se mantuvo quieto, siguiendo las instrucciones que el doctor decía, obedeciendo en todo. Sus párpados estaban sujetos para que no cerrara los ojos y le daba una expresión un tanto aterradora. Cuando todo hubo acabado, tomó asiento junto a Ofelia mientras Morton continuaba garabateando en su libreta.
—Intentaremos algo —anunció con una sonrisa triunfal y colocó la pluma en el tintero.
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Hola!!!, sé que los tuve muy abandonados todo este tiempo y pido MIL DISCULPAS! espero que puedan disfrutar del capítulo =) no puedo prometer nada pero voy a intentar actualizar más seguido =) Abrazos!
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Ofelia
Ficción histórica¿Y si todo lo que creíste durante toda tu vida es una mentira? Luego de la muerte de su padre, Ofelia es enviada a la ciudad a estudiar hospedándose en la casa de un hombre amigo de su padre. Allí comienza una aventura donde nada es lo que parece...