Capítulo 1

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"Camina, más de lo que corres"

Son tantas las cosas que nos enseñan de pequeños (y de grandes también) que no entendemos hasta que no las vivimos. Porque una cosa es la teoría y otra, en un extremo lejano, la práctica. Supongo que todos sabemos eso. Supongo que hay muchas cosas que sólo conocemos por su teoría. Y las llevamos confiados por delante en la vida, como peces aleteando en el mar, hasta que recibimos el primer golpe.

Entonces piensas en el tiempo, muy cerca de cómo se da a entender en la física de las pequeñas partículas: la mecánica cuántica. Piensas en sus premisas, ya tan quemadas, como lo inapreciable que es. Cada segundo crea un instante, un momento en el que puedes o no percibir lo que está ocurriendo. Dicen que son los instantes los que componen nuestras vidas, después de todo. En un instante lo tienes todo, en otro ya no tienes absolutamente nada; en un instante te enamoras, en otro te desenamoras; luego te olvidas, en otro instante. Estos últimos me recordaban, todos los días, a Annabell Edevane y lo idiota que fui.

Aún lo era, y jodía una barbaridad.

Desgraciadamente, era tarde para cambiar las cosas. Nada debería seguir importando de aquello cuando estaba sentenciado a pasar el resto de mi vida en esta silla. Pero importaba.

Bienvenidos a la vida.

Recordaba de manera detallada el momento en que dejé de ser simplemente Kenneth, convirtiéndome en un Kenneth lisiado. Créditos a mí mismo, por frágil y bruto. Sobre todo lo último. Supongo que no era esa clase de persona que inspiraba o de la que podías aprender algo útil.

Bien, al menos podía recordarte esto, toma nota: el que será el peor día de tu vida, empezará como cualquier otro. No habrán pancartas anunciando en mayúsculas "¡peligro!", ni nada que advierta lo que te estaría esperando a la vuelta de la esquina.

O sí, pero eres tan despistado como yo que las ignorarás todas.

—¡Kenneth Martin Andersen! —vociferaba mi madre desde la puerta de mi habitación.

Su metro setenta llegaba a intimidar cuando se ponía seria. Curiosamente era siempre cuando yo dormía.

—Un minuto más, mamá. Te prometo que después me levanto —supliqué, cubriendo mi cabeza con la almohada y aferrándome más a las sábanas. Eran sesenta preciados segundos y afuera estaba lloviendo.

—A mí no me prometas nada, el autobús que te lleva al instituto acaba de pasar.

Me levanté de golpe.

—¡¿Qué?! ¿Cómo has podido permitirlo? —recriminé, empezando a buscar mi toalla entre el desorden de mi habitación cual idiota. Mi madre arqueó tanto las cejas que ninguna flecha le fallaría de allí. Le faltó llevarse una mano en el pecho para formar un clásico meme.

—¿Perdona? ¿Podrías repetir la pregunta, muchacho? —preguntó, cruzándose de brazos.

Si lo hiciera su zapato me partiría el cráneo.

No, gracias.

—Sólo digo que pudiste haberme echado un vaso de agua o algo.

Soltó una risa sarcástica.

—Ah no, eso es para que aprendas la lección, querido. No van a servirte la vida en bandeja como lo hago yo. ¿Y sabes qué? A lo mejor deberías ir acostumbrándote, tienes diecisiete años, en unos meses tendrás que elegir una carrera y te irás de esta casa a empezar a tomar decisiones. A partir de ahora vas a valerte por ti mismo.

Soltó, como si acabara de encontrar la solución a todos sus problemas. Como si no hubiera lidiado yo solito con mi básica adolescencia.

Vale, eso último no estaba ni cerca de la realidad.

Sobre Ruedas (literalmente) #1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora