Capítulo 19

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Con la llegada del 31 de diciembre, el campamento se contagia de un espíritu navideño difícil de hacer desaparecer. Además, las temperaturas están tan bajas que se puede vislumbrar una fina capa de nieve que cubre la fresca hierba del terreno. Los campistas se agrupan en pequeños grupos, a los cuales se les asigna una determinada tarea; uno de ellos se encarga de colocar los adornos navideños, otro de cocinar postres especiales y en nuestro caso, encargarnos de rastrillar las hojas que cubren el lugar en el que se va a celebrar el espectáculo de noche vieja.

—No entiendo por qué no podemos estar colgando adornos en el árbol de navidad.

Álvaro, que está a mi lado vertiendo un puñado de hojas en un bolsa de color negra, se encoge de hombros ante mi queja.

—Es muy aburrido.

—No tiene porqué serlo—me corrige de inmediato.

—Según tú, ¿qué podría sacarme de este aburrimiento mortal?

Álvaro deja su rastrillo apoyado sobre el tronco de un grueso árbol y a continuación toma mi mano y me conduce hacia un montón de hojas anaranjadas. Permanezco inmóvil observando la considerable altura de la montaña de hojas. De pronto, unas manos me rodean la cintura y me hacen caer hacia el frente, introduciéndome de lleno en el interior de la espesa y crujiente masa anaranjada. Por suerte, esta amortigua el golpe, y no sólo eso sino que además me mantiene elevada del terreno por un par de palmos.

—Estás loco.

—Pero debes admitir que te has divertido.

—Sí, me he divertido mucho y además, aquí no se está nada mal. Creo que podría quedarme dormida con facilidad.

—Desde aquí hay unas vistas maravillosas—al escucharle decir eso, contemplo el cielo azul que se abre paso sobre nuestras cabezas, el cual contiene algunas nubes blancas que se pasean por él con lentitud. Luego, cambio el rumbo de mi mirada hacia el rostro de Álvaro y le descubro con la boca entreabierta y los ojos verdes perdidos en el infinito—. Esa de ahí tiene la forma de un jarrón, ¿verdad?

Observo la nube que me señala con el dedo índice. Sí, la verdad es que se parece a un jarrón, algo uniforme pero, en definitiva, se puede deducir que lo es.

—¿Qué flores pondrías en él?—le pregunto distraídamente.

—Unas margaritas.

¿Álvaro acaba de decir lo que creo que acaba de decir?, ¿a dicho margaritas? O sea, las margaritas son mis flores favoritas, no sabía que a él también le gustaban. Hasta ahora no me he dado cuenta de que quizá Álvaro y yo no seamos tan diferentes como pensaba.

—¿Sabes? Algunas veces me detengo a pensar en todas las decisiones que he tomado a lo largo de mi vida y me pregunto si he hecho lo correcto.

—No debemos tener miedo a equivocarnos, somos humanos, cometemos errores—respondo con un débil tono de voz—. Siempre podemos rectificar y hacer las cosas bien, nunca es demasiado tarde para intentar.

Todo a nuestro alrededor se ve sumido en un silencio profundo. Es como si la brisa gélida hubiese congelado nuestras cuerdas vocales o hubiese levantado un muro de hielo que impide la comunicación. Y entonces, cuando mis esperanzas de volver a escuchar su voz se han desvanecido, sucede un milagro, esta vuelve a romper el silencio.

—Ana.

Cambio el rumbo de mi mirar hacia él. Álvaro también lo hace, es como si quisiese estar pendiente de mi reacción.

—Me alegro mucho de que seas tú quien esté organizando la boda.

Y entonces, se pone en pie y se marcha en dirección al tronco en el que dejó con anterioridad el rastrillo, se hace con él y vuelve a mi posición con tal de tenderme su mano para ayudarme a incorporarme.

Si el Karma te dice "no" dile "no ni ná" Donde viven las historias. Descúbrelo ahora