Sonó el timbre de la puerta. La detective Lauren Jauregui echó un vistazo al celular, y acto seguido lo bloqueó de nuevo musitando un juramento. Eran las siete de la mañana de un sábado de semana libre que tenía en todo un mes, y algún idiota llamaba al timbre. Quienquiera que fuese, a lo mejor se iba.
El timbre sonó de nuevo, esta vez seguido de dos golpes en la puerta. Musitando nuevamente, Lauren apartó a un lado la revuelta sábana y saltó de la cama desnuda. Se colocó su brasier deportivo y agarró los pantalones que se había quitado la noche anterior y se los enfundó a toda prisa, subió la cremallera pero no abrochó el botón. Por costumbre, una costumbre tan arraigada que ni siquiera pensaba en ella, cogió su Baretta de nueve milímetros de la mesilla de noche. Jamás contestaba a la puerta sin ir armada; ya puestos, ni siquiera recogía el correo un arma. Su última novia, que no había durado mucho porque no pudo soportar su errático horario, había dicho en tono cáustico que ella era el único ser humano que conocía que se fuera al cuarto de baño llevando un arma consigo.
La chica no tenía mucho sentido del humor, así que Lauren se abstuvo de hacer una observación de sabelotodo acerca del poder de las armas. Excepto porque echaba de menos el sexo, había supuesto un alivio que ella decidiera poner punto final a la relación.
Levantó una lámina de la persiana para mirar afuera, y con otra maldición descorrió los cerrojos y abrió la puerta. Su amiga y socia, Verónica Iglesias, aguardaba de pie en la pequeña entrada. Verónica alzó sus elegantes cejas al tiempo que estudiaba los arrugados pantalones de algodón de Lauren.
—Bonito pijama— comentó.
— ¿Tienes una jodida idea de la hora que es? -ladró Lauren. Verónica consultó su reloj de pulsera, un Piaget extraplano.
—Las siete menos dos minutos. ¿Por qué?— Pasó al interior de la casa. Lauren cerró de un portazo que resonó por todas partes.
Verónica se detuvo y le preguntó divertida:
— ¿Tienes compañía?
Lauren se pasó la mano por el pelo y luego por la cara.
—No. Estoy sola—. Bostezó, y entonces examinó a su socia. Verónica iba perfectamente vestida, como siempre, pero presentaba unas oscuras ojeras. Lauren bostezó otra vez—. ¿No te has acostado todavía, o es que acabas de levantarte?
—Un poco de ambas cosas. Simplemente he tenido una mala noche, no he podido dormir. He pensado que podía venir aquí a tomar un café y desayunar.
—Muy generoso por tu parte, compartir tu insomnio conmigo— murmuró Lauren, pero ya había echado a andar en dirección a la cocina. Ella también tenía sus noches malas, de modo que entendía lo que era la necesidad de compañía. Verónica nunca le había rechazado en ocasiones así—. Yo te pondré el café, pero después te las apañarás solo mientras me ducho y me visto.
—Ni pensarlo— dijo Verónica—. Yo misma me pondré el café. Quiero poder bebérmelo. Lauren no discutió. Ella era capaz de beberse su propio café, pero hasta el momento no había nadie más que se lo bebiera. No le preocupaba gran cosa a qué sabía, pero como lo que le interesaba era la cafeína, el sabor era algo secundario.
Dejó a Verónica con el café y regresó soñolienta al dormitorio. Allí se quitó la ropa y las dejó donde habían estado antes: en el suelo. Diez minutos en la ducha apoyada con una mano sobre los azulejos mientras el agua le caía en la cabeza hicieron que pareciera posible despertarse; depilarse la hizo parecer deseable, pero hizo falta un leve corte en la pierna para convencerle. Se limpió la sangre, maldiciendo otra vez. Tenía la teoría de que cuando el día comenzaba con un corte al depilarse iba a ser una mierda de principio a fin; por desgracia, todos los días había muchas probabilidades de que sus piernas lucieran un pequeño corte. No llevaba bien eso de las hojillas. Verónica le había aconsejado vagamente en alguna ocasión que usara la depilación con cera, pero odiaba la idea de tener que sufrir una tortura para conseguir una buena depilación, además, una cuchilla no lograría vencerle, de modo que siguió con su método, derramando su sangre en el altar de la testarudez.
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Premonición Mortal
RomanceHabía visto suceder el crimen una y otra vez en su mente, y cada vez obtenía más detalles, como si un viento fuera levantando las capas de niebla y cada vez que emergía de una repetición de la visión, más exhausta que antes, más horrorizada se sentí...