CAPÍTULO 18

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Teniendo en cuenta todas las cosas, Austin Mahone estaba complacido con aquel frenesí. Sólo dos castigos, y fíjate cómo habían llegado a convertirse en el tema de portada. Por supuesto, tendría que retirar su insultante opinión acerca del Departamento de Policía de Orlando; no eran tan idiotas como había temido. Aunque el segundo castigo había sido más bien obvio, no muchos departamentos habrían establecido la relación entre ambos, ya que, al fin y al cabo, a la segunda víctima le había dejado los dedos intactos. Le irritó que la zorra de Jones lo arañase, y se vio obligado a tomarse la molestia adicional de cortarle los dedos y deshacerse de ellos, pero al menos eran dedos pequeños y fáciles de hacer desaparecer. Los perros no tuvieron el menor problema, y los huesos, si es que había quedado alguno, no serían identificables.

No había forma de que la policía pudiera pescarlo, pero por lo menos sabían que existía; eso añadía un estímulo más al proceso. Era agradable que a uno lo apreciasen, era como la diferencia entre actuar en un teatro vacío y actuar delante de un público pasmado y en pie. Así disfrutó mucho más de los detalles, sabiendo que la policía estaría asombrada de su inteligencia, de su inventiva, de su absoluta perfección, aunque le maldijeran por ello. Cuán gratificante era saber que los oponentes de uno eran adecuadamente respetuosos con su talento.

Se había sentido frustrado en su intento de encontrar otro transgresor, con fines experimentales, pero Mahone se consideraba un hombre paciente. Pasaría lo que tuviera que pasar. Precipitar las cosas sería hacer trampa; eso eliminaría el poder del momento. Estaba más contento desde que la noticia saltó a la prensa, ya que, por supuesto, siempre resultaba estimulante leer lo que habían escrito de uno, ser el tema de conversación en boca de todos. Hasta Esther, en el trabajo, había hablado de pocas cosas más. Le había contado todas las complicadas precauciones que estaba tomando, como si aquello supusiera un reto para él, pobre tonta. Pero le divertía condolerse con ella, alimentar su miedo e incitarla a que tomase medidas de seguridad aún más ridículas. Ella se negaba incluso a ir andando sola hasta su coche, como si él alguna vez hubiera sacado a alguien de las calles. Qué pedestre era aquello— rió por su propio ingenio—, cuando el verdadero desafío consistía en tomar a las víctimas en su propia casa, donde más seguras se sentían.

El miércoles, Esther estaba comiendo cuando una morenaza alta y pechugona se acercó al mostrador con el rostro tenso por la ira.

—Quiero hablar con alguien acerca del servicio que presta esta tienda— le espetó.

Mahone le respondió con su mejor sonrisa—: ¿Puedo serle yo de ayuda, señora?

El quid del problema era que era su hora de comer y se había pasado quince minutos de pie en el departamento de confección tratando de que alguien le cambiara una blusa. Todavía no la había atendido nadie, y ya no tenía tiempo para comer. Mahone reprimió un estremecimiento de placer mientras ella se desahogaba, con la furia haciéndose evidente en cada línea de su cuerpo.

—Llamaré al departamento de confección y me cercioraré de que la atiendan inmediatamente— dijo—. ¿Se llama usted...?

—Jill— repuso la mujer—. Jill Damien.

Él le miró las manos. No llevaba anillo de casada.

— ¿Tiene una cuenta con nosotros, señorita Damien?

—Es Damien a secas— replicó ella—. ¿Qué diferencia hay? ¿Acaso un cliente tiene que tener cuenta en esta tienda para que el personal se interese por él?

—En absoluto— repuso él cortésmente. Simplemente era más fácil obtener información vital si la mujer estaba incluida en la base de datos. Aquélla era una de esas feministas picajosas que odiaban a los hombres. Le entregó un impreso y le dijo—: Si no le importa, ¿quiere rellenar este formulario? Nos gusta seguir todas las reclamaciones y asegurarnos de que el cliente queda satisfecho.

Premonición MortalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora