CAPÍTULO 7

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A la mañana siguiente, Camila acababa de terminar de vestirse cuando el fuerte golpe en la puerta principal la hizo dar un respingo y después fruncir el ceño, tanto por la molestia como por la alarma. No tenía ninguna duda acerca de quién estaba llamando a su puerta a las siete y veinte de la mañana, aunque no hacía falta poseer capacidades especiales para adivinarlo.

Sin embargo, la mejor manera de tratarla era no dejando ver que le provocase reacción alguna. La detective consideraría su enfado no una debilidad, y que Dios la ayudara si ella captaba el menor indicio de la inoportuna atracción que sentía; era demasiado agresiva para dejar pasar cualquier circunstancia.

No sentía deseos de invitarla a entrar; tenía que ponerse a trabajar y no tenía intención de llegar tarde por su culpa. Cogió el bolso y con las llaves en la mano se dirigió hacia la puerta. Cuando la abrió, se encontró con la detective casi enfrente a sus narices, apoyada con un tonificado brazo contra el marco de la puerta y el otro levantado ya para llamar de nuevo. La proximidad de su cuerpo la hizo contener la respiración, una reacción que ocultó saliendo al exterior y volviéndose para cerrar la puerta tras de sí. Por desgracia, la detective no retrocedió, y ella fue a parar contra ella de plano, todo calor y fibra. Estaba prácticamente en sus brazos; lo único que tenía que hacer era cerrarlos alrededor de ella, y quedaría atrapada.

Con expresión seria, se concentró en cerrar la puerta con llave, procurando no hacer caso de la situación. La breve mirada que le lanzó a la cara le indicó que aquella mañana la detective estaba de mal humor, pero además percibió una alarmante irritabilidad. Aquella mujer era más encrespada que un semental olfateando una yegua en época de celo. Desde un principio había notado que la detective era diferente a las demás mujeres, especial.

Aquella imagen mental resultó infortunada, y tan atinada que el corazón empezó a latirle a toda prisa. De espaldas a ella mientras bregaba con la terca cerradura, de pronto notó nítidamente la presión de su cuerpo contra las nalgas. Se había formado una protuberancia inconfundible, gruesa y dura, descaradamente porfiada.

Por fin el pestillo se colocó en su sitio. Camila permaneció quieta, petrificada, sin saber qué hacer. Si se movía, se frotaría contra ella; si no se movía, era posible que lo tomase como una invitación. Cerró los ojos para alejar la insidiosa tentación de simplemente darse la vuelta y encararse con ella, lo cual le daría permiso en silencio por el hecho de darle acceso. Tan sólo la certeza de que no funcionaría, de que se quedaría petrificada bajo el azote de un horror de seis años, la salvó de rendirse. No podía volver a pasar por todo aquello.

Se obligó a poner en funcionamiento la voz—. ¿Qué quiere, detective?— inmediatamente deseó morderse la lengua. Había escogido mal las palabras, dadas las circunstancias. Con aquella erección rozándola insistentemente, era obvio lo que quería la detective.

Por espacio de un par de segundos, Jauregui no contestó. Ella notó el subir de su pecho al inspirar lentamente; a continuación, gracias a Dios, retrocedió un paso.

—No estoy aquí como detective. He venido sólo a ver si se encontraba bien.

La fuerte tensión sexual se aflojó con la pequeña distancia que se abrió entre ellos, lo cual hizo que Camila si sintiera como si le hubieran quitado unos grilletes. El alivio la mareó ligeramente, una reacción que combatió con la acción.

—Estoy bien— dijo rápidamente, y bajó los escalones antes de que pudiera detenerla. Maldita sea, su coche bloqueaba el de ella. Se detuvo, y recuperó el autocontrol suficiente para dudar sólo un momento antes de decir:

—Tengo que irme, o llegaré tarde al trabajo.

Jauregui consultó su reloj.

—En coche se tarda quince minutos. Tiene mucho tiempo.

Premonición MortalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora