Calypso - Parte 1.

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Las criaturas mágicas siempre han estado ahí, en los rincones donde los humanos no hacían acto de presencia. Ahora también existen en las almas de los animales, en el musgo que crece perezosamente sobre una roca húmeda, en las profundidades marinas, donde la luz no llega, en la llama de una vela... 

Hace mucho tiempo, cuando los unicornios salían sin miedo a pasear por los bosques, una mujer llamada Naya fue bendecida por uno de estos animales. Estaba embarazada, en su vientre crecían dos pequeños bebés: una niña y un niño. Ambos unidos y formándose juntos. Pero todo se remontaba a muchos años antes, cuando Naya era una pequeña niña de ocho años.

Siempre había sido una niña muy inquieta, además de curiosa. Le gustaba pasear por el bosque, tanto que podría pasar horas allí, sin apenas darse cuenta del paso del tiempo. Era huérfana. Vivía de la solidaridad de las personas que la conocían y en un pasado, habían conocido a sus padres. 

Una mañana muy temprano, aún no había salido el sol, Naya salió de su pequeña casa y se dirigió al bosque. Comenzaba el invierno, hacía frío y cuando respiraba se formaba vaho frente a ella. Siempre iba al mismo lugar: un riachuelo de aguas cristalinas que brotaba del interior de una cueva. Nada parecía haber cambiado de un día para otro, de no ser porque desde dentro de la cueva se podía escuchar una especie de gemido, muy leve. Naya, presa de la curiosidad, no pudo hacer otra cosa que no fuera adentrarse en la gruta. 

La entrada no era demasiado grande, pero el interior era maravilloso, como salido de un libro de fantasía. Un pequeño lago, sobre el cual volaban algunas luciérnagas y poblado de peces multicolores, se extendía en su interior. Además, había rocas transparentes y minerales incrustados en las paredes. Por último, los rayos de luz se colaban entre las grandes piedras. Una abertura se abría desde el techo hasta la superficie, dotando al ambiente de una tenue luz que venía desde fuera de la gruta. Pronto saldría el sol.

Pero lo que Naya se quedó observando fíjamente no eran las maravillas geológicas que escondía la cueva, sino una pareja de seres especiales que jamás había visto antes: dos unicornios, uno negro y otra blanca. Y no solo eso, la hembra estaba a punto de dar a luz. Naya no quiso acercarse, no podía hacerlo pues para ella sería romper un momento único y especial, pero cambió de idea al darse cuenta de que la joven hembra estaba sufriendo. No podía hacerlo sola y recurrió a Naya, con una mirada suplicante. La niña sintió como si aquella maravillosa criatura pudiera entenderla a la perfección, y estaba en lo cierto, podía hacerlo. 

Tras asimilarlo durante unos segundos, Naya se acercó a la pareja. Acarició las suaves crines de ambos seres, unas blancas como la nieve y otras negras como el carbón. Intercambió miradas con los dos animales fantásticos antes de comenzar a ayudarlos.

Después de un tiempo, que nunca supo cuánto fue, por fin nació. Un pequeño unicornio gris plata, mezcla de los colores de sus padres. Justo en el momento en el que el pequeño nació, el primer rayo de sol de la mañana asomó por el horizonte. Ante la mirada de gratitud de ambos adultos, Naya sonrió. Se sentía bien y había presenciado uno de los momentos más bonitos que cualquier persona pudiera ver, pero... no podía quedarse allí. La gente que la apreciaba podría echarla de menos y comenzar a buscarla si pasaba demasiado tiempo fuera, no podía arriesgarse a que el resto de personas encontrara a la pequeña familia. En el fondo de su corazón sabía que volvería a encontrarse con ellos.


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