Pasaron los años. Naya se había convertido en una mujer hermosa, de piel pálida y pelo largo negro como la noche. Tenía los ojos del mismo color, eran profundos y grandes.
Seguía recordando con cariño aquel momento, aunque de vez en cuando los suspiros se escapaban por su boca al pensar en ello. Había pasado tanto tiempo que comenzaba a dudar el hecho de volver a ver al pequeño.
Inconscientemente, la mañana en la que se cumplían veinte años de aquel día, Naya salió de casa. Pero ella había cambiado, estaba embarazada. Un niño y una niña.
Caminaba distraída, el invierno estaba llegando y frente a ella se formaba vaho. Sonrió. Aquello era familiar para ella y le traía buenos recuerdos.
Sin saber por qué, hizo el mismo recorrido que hizo cuando era una niña. Llegó al riachuelo, y después a la gruta. Nada había cambiado, era la misma cueva, la misma hora y el mismo día... veinte años después.
Fue entonces cuando escuchó un murmullo, como si algo hubiese chapoteado en el agua del pequeño lago. Se giró y lo vio: el pequeño unicornio de color plata que había visto nacer, ahora era un animal hermoso, fuerte e imponente. Y escondía una gran bondad en su mirada.
El animal se acercó, ante la mirada atónita e inundada en lágrimas de Naya. No podía creer lo que estaba viendo, no hasta que el animal estuvo justo enfrente y pudo rozar sus crines plateadas de nuevo. Era real y estaba allí.
El cuerno de su frente relucía con un brillo especial y la mujer, de forma instintiva, llevó sus manos a su vientre. El animal no tardó en darse cuenta de la situación, y relinchó de felicidad. Su amiga esperaba dos bebés. En ese momento, el unicornio tocó con la punta de su cuerno la piel de Naya, justo por encima del ombligo. Una sensación cálida recorrió el cuerpo de ella, se propagó desde el punto donde el cuerno había rozado. Fue una especie de regalo.
Sus ojos volvieron a humedecerse y una pequeña lágrima cayó perezosamente por su mejilla izquierda, aquello había sido su regalo de agradecimiento.
Pasaron un tiempo más juntos, aunque para ella no fue suficiente... Finalmente, llegó el momento de la despedida. Naya se abrazó al animal que había visto nacer y cerró los ojos, intentando retener en su memoria aquella sensación que le brindaba la vida. Aquella sería la última vez que vería a su gran amigo, lo sabía. Pero una parte de él estaría siempre con ella.
La vuelta a casa fue monótona, se sentía incompleta, como si le hubiesen arrebatado una parte de ella. Pero a la vez, se sentía feliz. Por segunda vez había vivido algo que cualquier persona querría, no podía hacer menos que sentirse dichosa.
Los meses pasaron y llegó el día en el que Naya dio a luz. Sufrió mucho dolor, más del que hubiese imaginado, pero la presencia de las personas que le importaban compensaban una pequeña parte de aquel sufrimiento. Después de unas horas, tenía a sus pequeños en brazos.
Él, Niall, era moreno, con los rasgos ligeramente afilados para ser un bebé, y con un ojo negro y otro azul cielo. Ella, Calypso, tenía la piel pálida y los ojos negros, como su madre. Salvo el color del pelo, que era blanco como la nieve. Sin embargo, la felicidad duró poco. La pequeña Calypso era débil y pequeña. Su hermano, sin quererlo, había abarcado parte de la energía que le correspondía a ella. La pequeña no consiguió sobrevivir y murió sobre los brazos de su madre.
Naya lloró como nunca antes lo había hecho, mientras abrazaba a ambos bebés.
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¿Solo?
FantasiMarco no encaja. Nunca lo ha hecho, en realidad... A pesar de ser un joven común con gustos comunes que compartía con otras personas, siempre se ha sentido distinto a ellos. Comúnmente diferente. Quizás es porque ve cosas que otros no ven. Qui...