Capítulo 27

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Virginia se encontraba en un rincón de aquel pequeño lugar. Padecía la agonía de la desesperanza. Se sentía sola y desprotegida desde ese triste día en el que Tomás le había arrebatado su libertad. Sin embargo, la aliviaba el saber que Damián no había resultado herido, al menos no físicamente.

Su intuición le había dicho siempre que el joven abogado no era de confiar. Su fría mirada y la forma posesiva en la que se dirigía hacia ella le habían dado claros indicios, pero nunca se imaginó que sería capaz de secuestrarla y obligarla a abandonar a la persona que más amaba en el mundo.

Durante las últimas horas, no hacía más que repasar en su mente los desafortunados acontecimientos pasados intentando entender cómo y por qué habían sucedido. No podía borrar de su mente el recuerdo del preciso momento en el que Tomás la había sorprendido sola a la salida del baño del salón de fiestas. "Si no venís conmigo, Damián va a sufrir las consecuencias", le había dicho de forma amenazante. Aquellas palabras aún resonaban en su interior, atormentándola.

Rompía en llanto cada vez que recordaba la presión ejercida por esas grandes y fuertes manos sobre sus hombros y la crueldad con la que le había susurrado al oído la forma en que mataría a su novio si no le obedecía. El sonido de esa voz, helada y pausada, tan diferente a la propia del joven, le provocaba escalofríos en todo el cuerpo y despertaba en ella una mezcla de miedo, culpa y un profundo odio.

Se lamentaba por no haberse dado cuenta a tiempo de que no era una buena persona. No debería haber aceptado su ayuda. Tampoco tendría que haberse alejado de Damián. "Amor mío, mi ángel de la guarda. Te extraño tanto", pensó anhelando volver a estar en sus brazos. Sabía que lo había lastimado con sus palabras cuando lo llamó por teléfono, pero era la única manera de evitar que la buscara y saliese lastimado. O peor aún, que perdiese la vida.

Una opresión en el pecho la embargó al darse cuenta de que ya no volvería a verlo. ¡Lo amaba tanto! Pero al menos, le quedaba el consuelo de saber que así podría llorarla y seguir adelante con su vida. Hasta quizás encontraría una mujer que pudiese hacerlo feliz como él se merecía. Cerró con fuerza los ojos al sentir que se le rompía el corazón ante pensamiento. Deseaba salir corriendo y regresar a él, pero era imposible. No mientras corriese peligro.

Habían pasado casi dos días desde que Tomás la había llevado a ese galpón abandonado. En virtud al penetrante olor a aserrín y los distintos tipos de madera apiladas en cada extremo, podía inferir que se trataba de un viejo aserradero. Si bien no era capaz de precisar la ubicación exacta, suponía que no se hallaba muy lejos de la ruta ya que por momentos alcanzaba a oír el sonido de los autos al pasar.

En el centro, había una pequeña oficina de paredes vidriadas que tenía un sofá y un escritorio con dos sillas. Además, en uno de los extremos, había un pequeño baño con vidrios opacos cuya ducha se había visto obligada a utilizar para higienizarse. Menos mal que en ese momento él había tenido la decencia de dejarla sola y no entrar con ella al baño.

Solía pasar horas aovillada en el sofá sin siquiera moverse y a pesar de los constantes intentos de él para mantener una conversación, ella se limitaba a mirarlo o a asentir con su cabeza. Nunca le respondía. No había vuelto a emitir palabra desde el secuestro.

Tampoco dormía ya que cada vez que cerraba sus ojos, unas horribles y recurrentes pesadillas la asediaban. Todo su tormento se reflejaba en su rostro, en las líneas oscuras debajo de sus ojos y en su piel alarmantemente pálida que le daban un aspecto mortecino.

A Tomás parecía preocuparle lo mucho que había adelgazado en tan solo unos días y le insistía para que comiese, pero su tristeza le había quitado por completo el apetito y sin probar bocado, apartaba el plato a un lado para regresar al sofá y arrinconarse en él.

Entre dos destinosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora