La Invasión

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Una semana después, entre combates de espada y disparos a la nada, Stone por fin salió de su camarote, tras ser llamado por Nikita con un tosco gruñido. El capitán estaba completamente renovado, sin rastros de suciedad o alcohol en su ser. Descansado y lleno de energías, parecía haber recuperado su felicidad y buen humor anteriores.

-Tierra a la vista- gritó.

Lo cierto es que desde que habíamos partido de Turtle Cove habíamos tenido tierra a la vista pues nunca nos alejábamos mucho de la costa pero aún así era una señal de que habíamos llegado a destino. Rápidamente, los hombres se pusieron a trabajar para detener el barco. Arriando velas, calculando donde hacer caer el ancla, maniobrando el timonel con cuidado, poco a poco el Riso Silua Dea quedó casi inmovilizado en los bancos de arena a pesar de los normales bamboleos de las olas. El mar estaba calmo y no había una sola nube en el cielo.

Con la precisión y la coordinación de siempre, doscientos hombres curtidos por el aire salado y el sol del Caribe se pusieron a trabajar en el desembarco. Lo primero fue ayudar a las mulas a bajar junto a los cañones, engancharlos y apartarlos de la arena que les dificultaba el caminar. Luego, las provisiones fueron fraccionadas y guardadas para que cada uno llevara lo que le correspondía consumir. Finalmente, uno por uno, veinte barriles de polvora rodaron por una tabla hasta la playa. Cincuenta hombres, el contramaestre y el cocinero se quedaron en el barco.

-Empieza la excursión- dijo alegremente Stone y comenzó a abrirse paso por la selva.

En pequeños grupos, su tripulación lo siguió. Algunos llevaban rodando los barriles, otros guiaban a las mulas y unos pocos se adelantaban, explorando y destrozando la selva para mejorar el paso. Los suboficiales y yo caminábamos detrás de Stone, en nuestra propia conversación.

Nikita escuchaba atentamente sin mediar palabra porque sólo hablaba ruso pero estoy seguro de que entendía perfectamente cada cosa que decíamos. Miller caminaba despacio, admirándolo todo, oliendo flores, atrapando mariposas y buscando maderas para tallar, siempre en su propio mundo. Por fuerza social, al final, hablé casi todo el trayecto con Connor, a quien ya conocía, y Arthur, quien era un misterio para mí hasta ese entonces.

Era un hombre mayor, posiblemente de la misma edad que Stone o similar. Era muy barbudo aunque el poco pelo rojo fuego que le quedaba en la cabeza lo hacía menos huraño. Tenía ojos cerrados y astutos pero sonreía afablemente. Era un artillero excelente, con un gran conocimiento de la pólvora, las armas y los cañones.

Nos contó alegremente de su familia. Una mujer esperando un niño y dos hijas pequeñas en Saint Kitts, población inglesa. Las veía poco debido a su trabajo pero se encargaba de que no les faltara nada y siempre les enviaba su dinero. Frecuentemente convencía a Stone de visitar las Antillas y esa ciudad como visita obligatoria. Se notaba que las extrañaba y se enterneció al hablar de ellas.

Yo no entendía cómo un hombre de su edad podía abandonar a su familia a su suerte, a tantos kilómetros de distancia. No era el ideal de padre que yo tenía. Me disponía a preguntarlo cuando Stone anunció.

-Hemos llegado.

Había anochecido ya pero a la distancia se veía una enorme figura con luces.

-¿Qué es eso?- pregunté asombrado.

-Es el fuerte de Gran Granada, por supuesto- contestó el capitán- Hombres, preparen un pequeño campamento. Escondan las fogatas para que no nos vean pero coman y duerman, mañana será un gran día. Los suboficiales conmigo.

Cuando Stone decía suboficiales, se refería a todos los profesionales útiles con algún tipo de conocimiento marítimo y yo. Lo seguimos hasta un claro en el bosque y nos sentamos alrededor de un gran árbol.

¿Qué hacía yo en el Caribe?Donde viven las historias. Descúbrelo ahora