Una charla

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La tormenta fue espantosa. Ningún capitán en su sano juicio se arrojaría a la mar en el medio de un monzón caribeño pero Stone no era como cualquier capitán. Sus órdenes fueron claras y precisas. Teníamos que atravesar medio Mar del Caribe en poco tiempo y no había tormenta que pudiera detenernos.

Lo cierto es que la tripulación comprendió la importancia de la travesía. Codo a codo, los ciento cincuenta hombres trabajaron incansablemente, comiendo y bebiendo apenas, para que el barco resistiera las lluvias torrenciales, los vientos desbocados y los mortíferos relámpagos que rozaban la embarcación.

Stone se había encerrado nuevamente en su camarote pero salía todos los días para contemplar el trabajo de sus hombres y la tormenta que no arreciaba. Al no tener algo que hacer, yo me ocultaba en el camarote de suboficiales junto a Arthur. Nuestras horas pasaban con un letargo insoportable mientras escuchábamos los sonidos de la tormenta.

Una semana después, ésta se detuvo. Habíamos recorrido grandes distancias impulsados por los vientos y nos encontrábamos cerca del puerto de Portobelo, capital española. El Riso Silua Dea había sufrido la peor parte. El carenado era un desastre. Las velas no se arriaban de la cantidad de agujeros que tenían. El casco tenía varios puntos quemados por los rayos.

Stone ordenó detenernos en la ciudad para recuperar provisiones y hacer las reparaciones más urgentes pero no podíamos perder tiempo. Nadie descansó. Todos tenían un trabajo que hacer ya fuera buscar comida, conseguir madera para arreglar el barco, coser velas o comprobar que no hubiera mayores complicaciones.

Partimos a la mar nuevamente, sólo que con una velocidad reducida en comparación a los días anteriores, y, en otra semana, llegamos finalmente a la costa desierta de Turtle Cove. Nadie habló mientras desembarcábamos todos, y nos dirigíamos a paso seguro hacia los pequeños botes que nos ayudarían a atravesar la espesa selva y llegar a la ciudad.

-Stone, hay que hablar- dijo Frank ni bien pusimos un pie en la tierra.

-En otro momento- contestó el capitán, sin voltearse y comenzando a caminar hacia el palacio del Concejo.

El contramaestre, en un rápido movimiento, se arrojó sobre Stone y lo sujetó por el brazo.

-Ahora- dijo entre dientes.

El capitán parecía dispuesto a sacar su pistola y acabar todo ahí pero se contuvo. Se soltó del agarre bruscamente y se dirigió hacia su tripulación.

-Habrá tiempo después para el placer. Los que estén libres, ayuden a Miller a reparar el barco. Connor, llévate a algunos al mercado y abastece la bodega de provisiones- y añadió con voz amarga- Y los que necesiten hablar conmigo, síganme.

Todos acataron las órdenes al instante y partieron. Fred, Frank y Arthur se rezagaron para hablar cada uno con el capitán. Naturalmente, yo me quedé sólo en el medio de la calle principal y me disponía a seguir a Stone cuando me detuvo con un gesto.

-Ve al palacio y comunícales a los otros seis que llegaré tarde.

Inmediatamente me dí vuelta y corrí hasta el gran edificio del final de la calle. Sorprendentemente, en mi camino no me crucé con ningún transeúnte. A pesar de ser una tarde del caribe soleada, no parecía haber una sola alma en toda la ciudad.

En el palacio, los seis del Concejo ya se hallaban sentados. Les comuniqué que Stone no tardaría en llegar, ante lo cual protestaron pero aceptaron. Sintiéndome ridículo estando sólo allí, opté por retirarme.

Bajé los escalones despacio, con la mirada perdida. La ciudad estaba desierta. Todos los tripulantes del Riso Silua Dea estaban ocupados en sus faenas. Yo tenía armas. Podía conseguir provisiones. Stone no se veía por ninguna parte. Había una avanzada española a pocos kilómetros de aquí.

¿Qué hacía yo en el Caribe?Donde viven las historias. Descúbrelo ahora