Si todas las aves cantaran en la madrugada, llevando en su voz la lívida aventura de un pleno susurro, harían de la mañana una fiesta de júbilo sobre las frescas tesituras de una vida dulcemente alborozada. Si todas las luces brillaran al mismo tiempo, sería tu silueta la que resplandecería tras un enorme torrente de mariposas que se ven brillar bajo la mirada empozada de los sueños. Sí, sueños, mariposas, aves y luces. Madrugadas, siluetas y una mirada... El orden repentino de una fragancia que se hace suave. Una confesión de amor que siempre estará nadando entre los perfumes de un amanecer, un amanecer consustancial a las más suaves e inextinguibles melodías de la vida. Una vida que revolotea sobre una melífera caricia y que se hace mil preguntas y cuestionamientos como los siguientes: ¿cuánto calor puede aprisionar el ocaso sobre los efluvios portentosamente esculpidos de una intensificada existencia pasional? ¿Qué fragancias, tan finas y hialinas, recoge la profundidad de tu mirada cuando tu alma serena y ligerísima vuela con alas de espuma? ¿Cuánta suavidad cabe encontrar en la emersión de una estrella? ¿Hasta dónde podría volar un ave que somatiza dulzura si volara en compañía del amanecer y sus caricias de vida? ¿Y cuántos serían los sueños de aquel amanecer si él fuera arrullado por los susurros de aquella dulce y carismática ave cantarina? Un millón de cantos atraviesan la lindísima ola de la primera idea. La atraviesan y la colman de promesas. Sí, estrellas, emersiones, alas, confesiones, melodías, promesas, y, cómo no, fragancias. Un canto suave, suavecísimo. Un canto sublime. Una progresión de la existencia que dice una que otra cosa sobre el orden supremo, que me recuerda una y otra vez en lo más profundo y en lo más pasajero de mí mismo, que aún poseo una pluma, una sonrisa y una mirada coqueta de la última pajarita que se atrevió a volar sobre este bello y espléndido cielo.