Es una música muy antigua, allí, en la verde e ilimitada planicie de los fragores más lívidos del tiempo. No tiene un nombre que la designe, por lo que su nombre no es amor, o viento, o vida, o esperanza, ni siquiera poesía, aunque, eso sí, ella se entremezcla muy bien con aquellas esencias y con la grávida rareza de una memoria infinita, una memoria que cada noche le susurra a los sueños y al alma más enfebrecida de la gente y del mundo mismo. Se trata, desde luego, de una música como de pasión en delicada y sutil alternancia de incandescencias y fantasías sin fin. Una música que en su lívido hipnotismo acompasa todos y cada uno de los latidos de la noche, una música en sí misma muy bella y muy lírica. Una música que un cúmulo de aladas apetencias en la impasibilidad de un incierto e infinito perfume aprimaverado, me ha traído el día de hoy hasta la mente en forma de vida, en forma de horas impregnadas de dulce evanescencia y en la forma no menos sorprendente de una curiosa magia de labios carnosos con rojo de delirio reflectante. Yo la escucho con todo mi ser, yo escucho aquella música, y la amo, la amo con fuerza, la amo con intensidad, la amo sin horas que me guíen y sin cúspides que la finalicen. De hecho, puede que sea por eso que a veces me da por confundirla con el amor, o al menos eso piensa la brisa que conforma mi contorno. Pero, eso sí, a veces también me da por soñarla, y hoy, finalmente, también me ha dado por dibujarla. Sí, quiero dibujarla porque es fácil dibujar canciones, que no se diga lo contrario. Simplemente se apela al sentir como pincel de infinitud y a los ojos como lienzo de mares de perplejos e inextinguibles suspiros. Lo demás, se le deja al corazón. Claro, él sabe escuchar, palpitar y cantar con denodada destreza. Él sabe de sonoridades y silencios. Él sabe de pulsos y trazos. Él, que se tenga constancia, sabe de músicas y canciones muy antiguas.