Una de las cosas que amo, la música, me insinuaba, me suspiraba, me decía a su manera, que ella y yo, allí, ensayando la letra de una canción que yo mismo había escrito días atrás, siempre habíamos sido eternos, o por lo menos incesantes, continuos, invariables, dados a una misma pasión. El sol era intenso, un batiente vuelo de pulsátiles y existenciales incandescencias, de eso me acuerdo a la perfección. Ella tenía puesta sobre su cabeza la capucha de su chaqueta. Sí, así de intenso era el sol en aquel momento. De todas formas podía verse sin problema esa luna menguante que siempre ha rielado con exquisita y suave magia en su mirada, mientras que ella, por cierto, con su aura sumisa, iba siguiendo las orientaciones que yo le iba dando para que pudiéramos cantar aquella canción que yo había escrito días atrás. De fondo, el intáctil repliegue de las emociones, un sereno eco antisísmico, una multiplicidad de sentires que palpitaban en el umbral de las esencias indefinidas, los sentires que produce la música, desde luego. La brisa me dijo: "solo a la música le es posible traspasar los cristales del alma sin quebrarlos para poder alcanzar los límites que descansan en ella, y solo en los límites del alma todo lo que existe es poesía". Mi vieja amiga y yo nunca logramos concretar aquella canción, pero al subir los travesaños del recuerdo resulta imposible no observar el eje pausado del universo. Imposible no caer en cuenta del enorme poder que tiene la música para unir a las personas. Hoy día, cuando recuerdo aquellos ensayos musicales, y se me da por observar la magia de la noche, se me da por pensar que cuando las estrellas se ven hermosas, es porque no saben si convertirse en música o en un mágico y eterno sueño.