Todas sus miradas eran ensayos de amor, casi casi podía sentir el tacto tibio de la luz intensa que de sus ojos emanaba. Cada rasgo de su ser me encantaba, su alma era como un pétalo empujado de forma traviesa por la brisa. En ese momento, ella bajaba a donde yo estaba mientras rozaba con una de sus manos el travesaño de caoba de una vieja escalera. En la otra mano llevaba una carta de amor en la cual yo la invitaba a visitar las estrellas. La cinta roja que llevaba en su cabello azabache lucía hermosa, ello, aun sin tener en cuenta la pregunta por la pasíon que prorrumpía suavemente de sus labios, y que luego moría, allí, en un polo opuesto, en un segundo de indecisión, pero que renacía, contundente y eficaz, en una caricia suave y en su prolongación abisal. Unos minutos más y fue la noche mientras mi amada y yo visitabámos unas cuantas almas derretidas en suspiros, unas almas luminosas como gotas supremas en la majestuosidad de la bóveda nocturna. Y aunque parezca lo contrario, mi amada, las estrellas y yo, no estábamos solos. Nos acompañaban todos los sentimientos que se hallan en la superficie de lo leve, un latido con viento de mar, un suavicísimo olor a algas enmohecidas y la vívida apetencia de un reflejo en el agua. Y mientras el universo entero se reiventaba, nuestras amigas del cielo zurcían sentires. Sin importar la distancia a la que se encuentren las estrellas, ellas saben que hay corazones que las visitan, que entran a sus casas, y que a veces, deben conectar íntima y profundamente con ellos, escoger algunos, ofrecerles algo, y encandilarlos al mismo tiempo.