Otabek Altin, un egresado en psiquiatría durante el año de 1932, acepta lo que parece ser una primera y buena oferta de trabajo. Esto terminará por ser el inicio de una pesadilla interminable: la crueldad con la que los pacientes son tratados dentro...
En aquel lugar de paredes blancas y luces incandescentes se despedía un nauseabundo olor a alcohol, encima del escritorio un par de píldoras y jeringas cargadas de sedantes asomaban en una charola, listas para cuando el paciente se emocionara un poco. A simple vista parecía que un hombre yacía recostado plácidamente en el diván, de no ser por su semblante, en el cual se dibujaba un rictus de pánico y desesperación casi encarnado en lo más profundo de su rostro.
—Una vez más, ¿Puedes explicarme que es lo que sientes en tu cuerpo?—, preguntó el de mirada castaña, tomando notas en una libreta, el sonido de su bolígrafo era lo único que perduraba durante varias segundos. Chak, chak, el aire acondicionado hacía un ronroneo en medio de la corriente helada.
—Gusanos, se están moviendo debajo de mi piel, a veces... salen, se escapan. Ellos siempre están ahí, se deslizan debajo de mi carne, me estoy pudriendo, el olor es terrible ¿No lo huele? ¡Es asqueroso!—, hablaba demasiado rápido y rascándose con euforia la piel de los brazos, sus uñas dejaban líneas hinchadas.
La persona en frente de él se limitó a asentir y repasarle por debajo de sus gafas. Según la información que había recibido gracias al control del hospital, el sujeto dejó de comer hace ya varios días, afirmando que no tenía necesidad de ingerir alimento cuando ya se está muerto. También incluía antecedentes de haberse realizado cortes profundos en el abdomen, debido a que, según sus palabras, ya no tenía sangre y alcanzó una especie de supuesta inmortalidad.
Sus hipótesis fueron puestas encima de la mesa, delirio de negación, o síndrome de Cotard.
—Usted me cree ¿Verdad, Altin?
—Mi deber como psiquiatra es hacerlo, Georgi.
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