1: Lluvia.

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El deber llama, pero lo cierto es que no quiero responder a esa llamada. El quejido de la alarma es aporreante, estremece mis sentidos y aturde mis oídos, sin embargo, ese no es el motivo por el cual me levanto de mi cama. No. El verdadero motivo es escuchar a mis dos pequeñas princesas y a mi príncipe quejarse de hambre.

Pumba, Copitos, y la adorable Bambi. Un gato blanco y dos Pomerania toy a los que adoro con toda mi vida.

Tras levantarme y acariciarles, les doy de comer su delicioso desayuno nutritivo y me encierro en el cuarto de baño para poder tomar una ducha antes de largarme a la universidad.

En minutos me encuentro lista, con un vestido celeste de puntos blancos y mi bolso lleno de cuadernos y libros, y uno de mis tantos proyectos en la mano. Me despido de mis niños con una caricia y la promesa de que voy a volver, y me voy.

Tengo que atravesar al menos unas calles antes de mi edificio para llegar a la parada de autobuses, y subir tras pagar.

Lo peor de ir en autobús no es ir en autobús, como muchos lo señalan, lo peor de ir en autobús es traer un par de sandalias de plataforma muy altas e ir tan cómodamente sentada, hasta que debes darle tu lugar a una embarazada que va de pie porque ninguna otra persona se atreve. Sí, eso es lo peor.

Apenas estoy agarrando una de las barras para no perder el equilibrio, cuando el autobús acelera y tras tropezar, intento mantenerme de pie, en el intento, golpeo a dos señoras, que me miran extremadamente mal, y tras una serie interminable de disculpas, dejan de verme. Los autobuses dan asco, pero no vendría en auto a la universidad, el miedo me gana.

Al llegar a la universidad, consigo divisar las facultades que Stanford ofrece y me siento completamente emocionada. ¿Quién no en mi lugar?

Me fascina vivir en Palo Alto. Me fascina la belleza que irradia, el calorcito de las mañanas y las lluvias infinitas de las tardes, me fascinan las calles, las personas que la habitan -mentira, soy un monstruo asocial- y la paz que me ofrece. Y claro, la maravillosa Universidad Leland Stanford Junior, a la cual pertenezco desde hace tres años.

Me veo obligada a caminar un poco antes de llegar a mi facultad, pero no me molesta en absoluto. Me escabullo entre las personas, y paso por alto las inherentes incoherencias que salen del grupo más escandaloso que me ha tocado conocer. Ellos fácilmente, me podrían tener como su enemiga sin motivo. O es que ya lo hacen.

No soy social. Al contrario, me fascina la soledad. Hasta el día de hoy, a casi mil días de haber venido por primera vez, no he conseguido hacer un solo amigo. Pero sí enemigos. Por doquier. Bien, tal vez no enemigos, pero tampoco les alegra la vida el verme. Y su punto es hacerme la vida imposible mientras termino la universidad.

A ellos yo les llamo "Población Estudiantil". Se encargan de ofenderme, atacarme entre ellos, de hacerme sentir menos que ellos, de cohibirme. Al menos, así ha sido desde que este año inició. Los otros años, ni siquiera noté sus existencias miserables.

Tras haber recibido una entrada fortuita, el día sigue. Paso por la cafetería comprando mi desayuno, porque no consigo comer en mi apartamento gracias a la falta de tiempo. Las clases pasan una a una, con naturalidad, y agradezco no compartir una sola clase con los queridos amigos de la entrada. Pero no consigo deshacerme de ellos en la cafetería para el almuerzo.

Se sientan a unas cuantas mesas delante de la mía, y no hacen más que gritar imbecilidades, exclamar cosas que van indirectamente hacia mí.

Todos ellos ríen. Se ríen de mí. Se burlan de mí.

Días de GloriaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora