CAP (46). ¿Será?

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—¡Diego!—exclamó Ricardo, acercándose con una larga sonrisa. —Tu mercado crece a diario.

—Hasta la duda ofende—se interpuso Christopher Hammer, mirándome. Es increíble cómo dos personas pueden llegar a entenderse con las miradas después de un tiempo.

—No es algo muy casual que un novato llegue a tan éxito en menos de un año—lo corto Ricardo. —Bueno, dos, sé que trabajan juntos.

—Eso es lo de menos—replicó con ignorancia Christopher agarrando su vaso con whisky. —Opino que no hay que perder más el tiempo, ¿a qué vienes?

—Alberto Ferrara—habló, nos hemos mirado entre nosotros. —Quiere hacer negocios.

—¿Y tú eres su mensajero?—se burló Christopher.

—¡Ey!—exclamó molesto. —Quiere encontrarse con ustedes. Los dos.

—Perfecto, que venga aquí—lo corte. —No confío mucho en la gente que desconozco y de seguro puede ser una trampa suya.

—¿Por qué se esconden?—levantó una ceja, mirando a su alrededor y notando la oscuridad.

—Es mejor protegernos—replicó Christopher con arrogancia. —Nosotros sabemos nuestro cuento, si alguien quiere algo que se esfuerce.

—Alberto Ferrara sabe de su existencia desde hace seis meses.—hizo una pausa. — Él sabe todo lo que se mueve en este mundo...¡Ah!—exclamó mirando a Christopher. —Debo admitir, muy buena tu jugada en matar al millonario.

—Puro juego.

—Y Diego González, mi dueño, también conoce tus intenciones.—tragué saliva. —¿Qué se sabe de la metiche de su novia o del amigo de ese Russell, Alejandro? Había entendido que se acercaron bastante.

—Les corté las pistas. Solo yo sé dónde son— le aclaré. —Dile a tu patrón que nosotros nos pongamos en contacto con él.

—Fue un placer conocerlos.

Ricardo se había levantado, era un imbécil, pero también era la mano derecha de Alberto Ferrara. En cuanto salió del edificio, encendí las luces.

—¿Y ahora qué?—preguntó Christopher sudando.

—Ahora le marcamos a la policía.

—Colín, ¿no crees que nos estamos apresurando?—preguntó.

—¿Apresurado?—pregunté irónicamente. —¡Llevo un año y seis meses en este lugar, lejos de Lana,de Diego, de mi hija recién nacida y de la mujer que amo!

—Amigo, lo entiendo pero hay que pensarlo bien, no hay que perder todo por un maldito error.—me miró Christopher.

Christopher era un amigo que conocí en la universidad de derecho de Miami, nos hemos graduado juntos. Al final, yo elegí el derecho penal y él empezó a trabajar como detective después de conseguir un empleo dentro del FBI como espío. Desgraciadamente su vida tomó unos giros inesperados y por muchos años dejé de estar en contacto con él. Ahora manejaba la empresa de su padre y por lo que veía, alejarse de todo, fue un alivio para él.

—Ya no puedo.—dije caminando hacia el escritorio lejano de esa habitación y sacando una caja. —Ya me vuelvo loco aquí.

Saqué una foto que Alejandro me encargó hace una semana, una con mi hija y Rose.

Alejandro encontró una forma para comunicarse conmigo sin que nadie lo sepa o sospeche por lo menos. Era el único que sabía que seguía vivo y el único que no se atrevía a mirar a Rose.

—Alejandro se la rifó.—afirmó Christopher y sentí con la cabeza.

—¿Verdad que son hermosas?—miré la foto con nostalgia.

Había pasado tanto tiempo desde que no la vi, respiré y sentí que me volvía loco. La extrañaba desde el primer momento en el cual me fui, me dolía saber que estaba mal por mi culpa pero tampoco hubiera podido quedarme indiferente ante tal situación.

—Y encabronada.—sonrió Christopher. —Si no te mató Alberto Ferrara, de seguro lo hará ella cuando descubra que la mentiste.

—No te preocupes, tú tampoco te salvarás.—confesé.

—¡Buen punto!— empezó a reír.

Me senté en el sofá y empecé a revivir cada recuerdo que tenía con ella. No podría dejar de pensar en ella. La amaba.

—Colín...—habló incómodo Christopher sentándose a mi lado.

—¿Qué?

—¿Qué harás con tu madre?

—No sé...

En el tiempo que estuve aquí logré investigar mucho sobre Alberto Ferrara. Ya sabía el lugar donde se escondía , la gente cercana que tenía y sus mercenarios. Todo. Incluso el hecho de que fue el que metió a mi madre en el mundo de la prostitución. Me tomó tiempo para digerirlo, más cuando mi madre sabía en contra de quién iba, y se quedó callada.

—Pero muchas cosas cambiarán una vez con mi regreso.

—No sé si hablé más entonces.—habló él agarrando el portátil y entrando en mi cuenta bancaria. —Ah...Colín...

—¿Ahora qué?

—¿Quién conoce tus contraseñas?—preguntó este.

—Nad...¡mi hija!—exclamé preocupado.

—Pues tu hija tiene apenas acceso a tu cuenta bancaria y estoy más que seguro que la interesada no es ella.—me miró divertido. —Creo que tienes razón, estamos a punto de ser encontrados, no dejemos pasar más tiempo para la junta con Alberto Ferrara.

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