Prólogo

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Los Angeles, 21:00 P.M

Narrativa: Rose Paige

No hay peor enemigo que tu propio reflejo, porque nadie te puede juzgar y criticar de manera más exigente que tu propia imagen, más que tú misma.

Me encuentro sentada delante del espejo, con la espalda derecha y los pies doblados. Mis manos temblorosas se encuentran sobre mi regazo y entre ellas tengo el clásico lápiz labial rojo. Me miró y me quedó estática. Mi mirada azucarada parece tan lejos, en cambio, la que poseo hoy en día es helada, inexpresiva y astuta.

Hace cinco años llevo el mismo matiz en los ojos, pero no el brillo que los caracterizaba; el mismo tono de pelo, más siempre lo escondo; la misma piel, ahora herida, y el mismo corazón, pero pisoteado. Lo único verdadero que aún persiste en mi persona son mis lágrimas, igual de frías y auténticas que hace años.

El lápiz labial, de un tono vibrante y atrevido, lleva a cabo su cometido, ya que mis labios con ese tono adquieren rápidamente la vida que tanto les hace falta. El delineador negro intenso y en exceso deja en evidencia mis grandes ojos verdes que con el rímel crean una ilusión de pestañas más abundantes y largas.

«Cómo odio esta imagen», admito para mis adentros. Me quedo inexpresiva a pesar de la revolución que me tortura diariamente en mi interior.

Miro a mi alrededor en busca de mi celular mientras veo cómo cada mujer en la habitación alista su vestuario. Todas nos conocemos entre nosotras, sabemos con cuántos y con qué hombres se ha acostado la otra y nos miramos con una lástima dolorosa, diciéndonos que algún día todo acabará.

No intento dar lástima, porque fui yo quien decidió trabajar en esto, pero en un mundo donde la superficialidad predomina, ¿quién piensa en los sentimientos de una maldita dama de compañía?

Aparto mis pensamientos cuando por fin miro mi celular. Estoy consciente de que será una larga noche, como casi todas en las que he estado a merced de algún rico y pervertido —sí, hasta para venderte hay ciertas clases.

Aprieto el teléfono contra mi pecho y seguidamente marco el número de Natalia, la única persona que no me juzga o, por lo menos, no a la cara. Le tengo un gran respeto y cariño desde entonces, ya que ella me ayuda cuidando a mi hijo Diego desde hace mucho tiempo, aproximadamente cinco años.

—¿Bueno?—escucho la voz de mi viejita.

—Hola, Natalia, soy Rose. Perdón por molestarte, ¿puedo hablar dos minutos con mi hijo? pregunto cordial, la diferencia de edad me obliga a respetarla, aunque para ser sincera, desde hace bastante tiempo que la mujer intenta convencerme de que la trate como a una amiga. Y lo hago, pero siempre con respeto.

—Ahora te lo paso, cariño—noto el ruido que hacen sus pasos desde el otro lado de la línea—¡Diego, es tu mamá!—entonces sus cansados pasos se mezclan con otros mucho más ágiles. Ahí viene mi hijo.

—¡Mamá!— El tono eufórico de su voz me hace sonreír al instante.

—¡Mi amor!—mis ojos se cristalizan, no hay día en el que no me imagine cómo sería si él se enterase de mi verdadero trabajo—¿Cómo estás, corazón? ¿Te estás portando bien?

—Si, mamá, Naty me cocinó enchiladas y ahora vamos a ver una película con un panda bebé.—dice todo contento—. ¿Sabes? Me hubiese gustado que estuvieses aquí con nosotros. Balbucea ahora con voz apagada y eso es lo que más me puede sacudir en el mundo.

—Prometo que llegará el día en que nada ni nadie logrará alejarte de mis brazos—le digo con pesar.

—Bueno, mamá, ¿lo prometes?

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