Prefacio

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"PORQUE LA REALEZA Y LA POBREZA LLEVAN LA MISMA SANGRE..."

Calabria, Italia

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Calabria, Italia.


El ambiente en la habitación real estaba cargado, los cortinajes con brocado parecían cansados y muy pesados; y los inciensos tenían ya un buen rato apagados, aunque el aroma dulzón aun flotaba en el aire denso, creando una nube blanquecina en torno a la enorme cama blanca y dorada.
Los paños de lino blanco con arrugas más blancas aún estaban desparramados por todos lados, algunos goteando rojo. Las sábanas colgaban por el piecero de la cama, salpicadas en sangre tan roja que el contraste con el blanco inmaculado resultaba chocante.
Cinco figuras se inclinaban hacia el centro de la cama, con la vista fija en la princesa, que jadeaba, gemía y pujaba, ya totalmente exhausta.
El parto había resultado uno de los más complicados y difíciles que el doctor real había atendido en sus casi cincuenta años de profesión, y temía seriamente por la vida de la princesa y el vástago real que se negaba a nacer.

La figura más cercana a la princesa Simonetta de Hannover, era su madre, la cruel reina Lucila de Hannover, quien estaba acompañada por su demasiado joven dama de compañía, llamada Constanza, acompañadas además por el doctor real y por dos enfermeras. Ya hacía rato que habían sacado al rey y al príncipe debido a lo complicado del parto.
La princesa por su parte se encontraba tan cansada como aterrorizada al final de nueve largos meses y las constantes amenazas de su madre durante todo el embarazo la habían distraído y había olvidado que lo realmente difícil iba a ser dar a luz.
La reina le repitió hasta el cansancio durante los meses de la tensa gestación que las esperanzas de todo el reino recaían en ella y su próximo bebé, que se esperaba fuera un varón. Tanto los reyes como todo el reino tenían la mente fija en eso, aquella era la meta. Una hija en lugar de un hijo seria una desgracia para el reino, excepto para el príncipe y su esposa, a ellos les daba igual el género de su bebé, solo deseaban que naciera bien.

 Una hija en lugar de un hijo seria una desgracia para el reino, excepto para el príncipe y su esposa, a ellos les daba igual el género de su bebé, solo deseaban que naciera bien

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—Majestad, puje una vez más—rogó el médico, — creo que ya llegó el momento.
Una de las enfermeras había luchado por tratar de acomodar al bebé hacia el canal de parto y al parecer lo había logrado, así que la princesa guardó todo el aire que pudo en sus pulmones, dispuesta a liberar a su bebé y a ella misma de esa tortura, porque sabía que la criatura estaba sufriendo tanto o más que ella y con un gemido atorado en la garganta, empujó.

El príncipe y él mendigoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora