Prueba

665 90 3
                                    

Al día siguiente de su llegada a Mónaco, unos golpes en la puerta despertaron a Bill de su intranquilo sueño, y el dueño de la nauseabunda posada en donde había encontrado alojamiento, entró sin tocar en la asquerosa habitación, mitad bodega, mitad establo y lo saludó ásperamente; detrás de él venían dos esclavos con el atuendo dorado y blanco del palacio.
—Se te ordena que te presentes de inmediato en los aposentos del noble Gustav, en el palacio— explicó el dueño, irritado— no sé de qué se trata todo esto y no me importa, pero si vienen a buscarte del palacio solo pueden significar problemas y yo no quiero problemas. Vístete de prisa. Estos hombres te ayudaran a guardar tus pertenencias y márchate de aquí. Oh y llévate al caballo.

Dio la media vuelta y se alejó, sin decir más.
Bill se estiró, a regañadientes abandonó su delgado lecho hecho de paja, y se puso de pie, somnoliento. Como no tenía pertenencia alguna más que su corcel, los hombres desaparecieron con el animal, antes de que él pudiera gritar que lo esperaran para mostrarle el camino.
Se lavó con rapidez en el aguamanil de piedra que estaba en el patio y se puso la camisa roída y sucia del día anterior. Estaba sumamente nervioso. Todos los llamados y visitas del palacio lo ponían ansioso y se le antojaban de mal augurio. Luego de casi atropellar al guardia que lo esperaba para escoltarlo, ambos salieron de prisa de la posada y después de unos cuantos minutos, llegaron hasta la puerta occidental del palacio.
El guardia se detuvo ante una puerta de cedro delicadamente labrada y adornada con tracería de plata. Llamó y un instante después un joven esclavo abrió e hizo una profunda reverencia. Entonces los hizo pasar a una habitación enorme, inundada por el brillante sol matinal.

—Acércate —dijo una voz fresca, joven y clara — Quiero verte bien.
Bill dio unos pasos hacia adelante, inseguro. En el centro de la habitación estaba de pie un hombre joven, inmaculado y propio. Era alto, pero no tanto como él. Se mantenía recto y su constitución era un poco robusta pero esbelta. Llevaba el rubio cabello muy corto y usaba espejuelos. La nariz sobresalía sobre una boca recta y firme. De no ser ese guiño peculiar y sagaz que tenía en los ojos, su semblante habría parecido duro e implacable. Pero sabía cuando y como reír.

El muchacho irguió la espalda y se acercó para saludarlo. Hizo una reverencia y Gustav sonrió.
—Soy Gustav, entrenador, general y guardaespaldas personal del Príncipe Adam. Y tú eres William, mi nuevo discípulo.
En los ojos de Bill relució la incertidumbre, pero asintió.
—Así es— respondió con una sonrisa y el otro hombre pensó: "Este no es un chico como cualquier otro." Los ojos de Gustav recorrieron las delgadas cejas, los enormes ojos delineados, oscuros y desafiantes, los pómulos rectos y la boca delgada y firme del joven, en los cuales, descubrió rasgos de grandeza.
— ¿Sabes por qué estás aquí? — Preguntó y Bill no respondió, porque no lo sabía, así que el joven prosiguió — Estas aquí porque le agradas a la princesa heredera y yo te pondré a prueba.

Pero antes de que Bill pudiese al menos reaccionar, el heraldo hizo sonar en el suelo su largo bastón, se aclaró la garganta y anunció que llegaba el Rey, acompañado de la joven princesa heredera.
Bill entonces se postró, extendió los brazos e inclinó la cabeza. Sintió un leve mareo. ¿Qué pasaría si decía algo impropio?
—De pie, vamos ¡de pie! — urgió el Rey nada mas al entrar. Su hija le había platicado que le debía un favor a un sirviente, y el Rey quiso conocer a aquel muchacho tan fresco y advenedizo.
—Me recuerdas a alguien, pero no se a quien— dijo de manera tajante — Mi hija dice que eres hábil en la lucha y manejo de armas y caballos —Bill asintió, mudo. — Muy bien, entonces veamos que tan bueno eres.
—Pronto lo veremos... —dijo Gustav, sonriendo.
El Rey dejó escapar un rugido, mitad risa, mitad asombro. Todo aquel asunto le parecía divertido y observó con atención, sentándose en un pequeño trono improvisado a toda prisa. Ambrosía estaba enojada y preocupada. Se sentó en silencio a su lado, con los labios apretados en una fina línea.
Para Bill aquello no tenía ni pies ni cabeza. No entendía nada de todo lo que decían, y esperaba de pie, frunciendo el ceño en una mueca de desconfianza, pues el semblante de preocupación de la princesa no le gustaba para nada.
—Escucha, William...
—Dime Bill— interrumpió.
—Escucha Bill, no te contengas ¿de acuerdo?
Bill iba a preguntarle a que se refería, cuando el potente puño cerrado de Gustav impactó con fuerza contra la línea de su mandíbula. Bill creyó que se le iba a desencajar y el dolor le atacó de manera inmediata. El golpe lo hizo tambalear y dar un par de pasos hacia atrás. Se llevó la mano a la quijada, dolorido y estaba a punto de preguntar qué rayos pensaba aquel rubio, cuando vio de nuevo su implacable puño, que se dirigía esta vez directo hacia su nariz. Alcanzó a esquivarlo por poco, ladeando la cabeza. Pero Gustav era rápido y ya había lanzado otro golpe recto hacia su costado derecho, mismo que Bill también logro esquivar con un ágil salto hacia atrás. A su mente volvían retazos de algunos de sus recuerdos. Cuando estuvo tres años bajo la cruel tutela del general retirado Takeshi, quien le enseñó a defenderse y pelear hasta con uñas y dientes. Nunca había tenido que hacer uso de aquel entrenamiento físico y mental. Hasta ahora.
Recordó las palabras que hace unos instantes Gustav le dirigiera: "No te contengas".
"Entonces no me voy a contener" se dijo, sintiéndose repentinamente seguro y salvaje. Levantó ambas manos, separó un poco las piernas y se flexionó, listo para saltar como resorte en cuanto la situación lo requiriera.
Rechazó y esquivó con agilidad la mayoría de los ataques. Algunos le alcanzaron, y algunos pudo propinarle al guarda del príncipe. Gustav era fuerte y pesado, pero Bill le igualaba la fuerza y era mucho más rápido, ágil, y arisco como un gato.
Después de un cuarto de hora, el Rey levantó una mano, dando por finalizada la prueba. Ambos jóvenes se irguieron, sonriéndose, y entonces Gustav estrechó la mano de Bill.
La princesa también se adelantó, cubriéndose la boca con ambas manos, en un gesto de horror, porque tanto Bill como Gustav estaban lastimados y sangrantes.
El labio inferior de Gustav sangraba y estaba hinchado. La ceja izquierda de Bill estaba rota y el ojo debajo comenzaba a cerrarse. Sus rostros estaban llenos de morados y leves magulladuras. Gustav estaba impresionado. Jamás nadie había logrado siquiera rozarle con un golpe, pero ese chico, a pesar de su insano aspecto, había resultado ser salvajemente fuerte y ágil.
El Rey se levantó y anduvo hasta Bill. Caminó alrededor de él, examinándolo desde todos los ángulos, y le gustó lo que vio. El joven tenía carácter y algo especial que lo hacía destacar.
—Muy bien — la voz del Rey era potente y atronadora — mi hija me dijo que deseas un trabajo. Bill asintió.
— Como habrás visto, sirviente, has pasado la prueba. Te necesito en el palacio, como guardián. Serás el guardaespaldas personal de mi hija, la princesa Ambrosía. Habrá muchos en el reino que no dejaran de observarla y temerán por sus puestos, ahora que es la heredera de dos reinos. Te daré autoridad sobre ellos, como guardián y tú le servirás bien. Estoy seguro de ello. ¿Comprendes?
Bill entendía perfectamente. Pero quería salir corriendo.
"¿Cómo es que siempre consigo meterme en líos?" pensó apesadumbrado "De acuerdo, si necesito un trabajo, ¡pero no como el maldito guardaespaldas de la futura esposa del tío que estuvo acostándose conmigo más de diez días, y que encima pensaba convertirme en su esclavo sexual!"
—Viviré para serviros — respondió, vacilante, pensando en negarse.
—Entonces está decidido. Saca del palacio a todos aquellos que te parezcan indignos de confianza y no le temas a nadie más que a mí. Infórmame diariamente. Tendrás un heraldo que te anuncie, y escribas que irán detrás de ti.
Bill permanecía de pie y le miraba, pero su mente trabajaba a gran velocidad. Aquella responsabilidad era gigantesca, pero estaba seguro que podría con ella. Y por lo visto no podía negarse por más que lo quisiera.
—Quédate con Gustav hasta que te familiarices con las muchas responsabilidades que implica tu nuevo puesto. Te mandaré construir tu pequeño palacio, aledaño a los aposentos de la princesa, y tendrás tu propia barca, tu carruaje y cualquier otra cosa que desees.
El Rey no bromeaba en absoluto, y en la cálida luz solar del amanecer, Bill al fin sintió que el destino le tendía los brazos.
—Pero— el Rey lo distrajo — si las cortes de justicia llegaran apenas a insinuar que alguien ha molestado a mi adorada — rodeó con su enorme brazo los hombros de la princesa — tu sangre bañará el piso del templo.
Ahora vete. Gustav te llevará a tus habitaciones mientras el palacio es construido y te proporcionará todo lo que necesites de vestimenta y comida. Mañana preséntate a primera hora con mi hija y no te despegues ni un segundo de ella.
Acto seguido el Rey y la princesa abandonaron el lugar seguidos de sus guardias, heraldos y escribas.
—Bueno Bill — Gustav estaba de pie frente a él, con los brazos en jarras y una sonrisa en los labios — puedo llamarte Bill ¿no?
—Claro, ya te lo había dicho —respondió, mientras arrugaba la ceja herida; soltó un siseo por el dolor mientras un hilito de sangre le bajaba por la mejilla.
—No te preocupes por eso —dijo Gustav — de ahora en adelante tendrás esclavos que te atiendan cosas como esa. Te llevaré a conocer un poco el lugar y la habitación donde de momento, te quedarás.
—Antes que otra cosa quisiera saber a dónde han llevado a mi caballo.
— ¿Tu caballo? Bueno — Gustav se frotó la barbilla, pensativo —hay varios establos, pero seguramente este en el del lado norte del palacio. No te preocupes, no le pasara nada. Me agradas, y también al Rey y a la Princesa Heredera ¿Qué más puedes necesitar?

Y ambos salieron del recinto donde había tenido lugar la prueba, caminando despacio.
—Escucha Bill, tu y yo tenemos que aprender a trabajar juntos — prosiguió Gustav en voz baja — porque yo también sirvo a la princesa con devoción y le he ofrendado mi vida. Mi padre agoniza. Pronto ocupare su puesto como Visir, y cuando llegue su momento, de la princesa Ambrosía, porque el príncipe Adam ya no me necesitará cuando se convierta en Rey. Tu nuevo puesto es complicado. Hasta ahora nadie había parecido digno de ella, pero tú le agradas.
Bill asintió con seriedad.
—Comprendo— le dijo mientras seguían caminando.
—La princesa contraerá nupcias en un año, con el príncipe de un reino lejano— prosiguió el rubio, sin notar que Bill había puesto cara de póker — tú y yo tendremos que ir y seguir trabajando por ella... pero se rumorea que el príncipe de ahí es déspota, orgulloso y vano. Así que tú, como guardaespaldas personal deberás ponerle las cosas claras, porque la princesa es considerada casi una divinidad en Mónaco.
— ¿Una divinidad?— aquello le parecía francamente exagerado.
—Verás... por más de setenta años, Mónaco había tenido sólo herederos varones, ni una sola hija, todas morían misteriosamente. La princesa Ambrosía es la favorita del Rey. Desde que empezó a gatear, el mundo la veneraba por ser la hija de Mónaco y su destino le corre por las venas como una certeza natural sobre el orden perfecto de su mundo.
— ¿Y aun así piensan casarla y enviarla lejos, a las mismas manos de un príncipe "déspota"? — pronunció las palabras con desprecio y cierto sarcasmo, pues en una sola palabra no se podía desplegar el abanico de defectos que adornaban la vida de Tom.
—Eso ya no nos concierne Bill— respondió Gustav, pero Bill pudo notar una sombra de negación en sus ojos y se inquietó, aunque no dijo nada más.

EL palacio de Grimaldi no era tan ostentoso, pero estaba bellamente decorado. Todas las puertas eran de madera oscura, algunas de cedro, otras de caoba, y estaban adornadas con trozos de plata, oro y electro. Los corredores no eran de mármol, como los de Calabria. Eran de la misma piedra de cantera rosada, y cuando les pegaba la luz del sol, llenaban todo con un resplandor alegre e iluminado.
Tras unos cuantos minutos de caminata y plática, ambos jóvenes llegaron a un amplio corredor lleno de columnas. Lo recorrieron y se detuvieron ante una gran puerta, hecha de madera clara, adornada con lapislázuli.
Antes de que pudieran si quiera llamar, un esclavo negro y enorme abrió ambas puertas, invitándolos a pasar.
—Bueno Bill, de momento dormirás aquí. Este joven será tu esclavo y te traerá todo lo que necesites. Dentro de uno o dos días volveremos a hablar, mientras hago todos los preparativos y entonces veremos.
Bill aun no creía su buena suerte y se sentía incapaz de articular palabra.
—Gracias— alcanzó a decir antes de que el rubio se retirara.
En cuanto Bill se quedó solo en su nueva "habitación" dejó escapar un suspiro de cansancio y asombro. El lugar era enorme. Las paredes eran de color azul claro, así como las cortinas que se mecían con la suave brisa matinal. La enorme cama que le serviría como lecho también era azul. Los muebles eran de madera clara, lo cual combinaba armoniosamente con la decoración. En una esquina había un sofá estilo egipcio color azul cielo y en la esquina opuesta, un pequeño altar, donde el humo del incienso subía formando espirales aromáticas.
De repente se sintió muy cansado, y estaba a punto de tirarse sobre el lecho a dormir, cuando un par de manos enormes y fuertes comenzaron a querer quitarle la ropa.
— ¿Qué demonios crees que haces? — bramó, alejándose del negro esclavo. El joven parecía terriblemente desconcertado.
—Pues... bañarlo.
— ¿Qué? Bañarme ajá... yo no te lo he pedido.
—Es lo que siempre hacemos —le respondió, y Bill pudo leer en sus negros ojos que lo decía sin malicia alguna.
—Bueno gracias, pero lo haré yo solo, ahora y siempre, tu sólo... espérame afuera. —le dijo, y para su sorpresa el joven obedeció en el acto.
"Vaya" pensó "hay que joderse, ahora me obedecen a mí, cuando durante toda mi vida el que obedecía era yo"
Después de tomar un largo baño, sumergido hasta la barbilla en agua caliente y perfumada, salió envuelto en una túnica de lino blanco hacia el gran armario empotrado en la pared, que estaba lleno de ropa elegante de variados colores, pero él se vistió con una ajustada camisa de lino blanco y unos pantalones a juego en color negro, pues según entendió, tenía ese día libre. El calor era abrasador. Decidió recostarse sobre el sofá, que tenia vista hacia el pequeño jardín lleno de brotes de papiro y un alegre estanque cristalino, lleno de pequeños peces dorados.
"Bueno, no me puedo quejar" pensó, estirándose como gato sobre el largo sofá "quería un buen trabajo y lo tengo, cuando llegue el momento... siempre puedo encontrar una buena excusa para lo que venga"
En ese momento, su negro esclavo entro en la habitación y empezó a mecer suavemente un enorme abanico por sobre la cabeza de Bill. Sus parpados se cerraron, y tras unos cuantos segundos se durmió, pensando en Tom y en lo que diría si supiera a lo que se dedicaría a partir de ahora.

El príncipe y él mendigoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora