Nuevo

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El primer verano de Bill en Mónaco había llegado. Nueve meses habían transcurrido desde su atropellada huida de Calabria, y su vida había dado un completo y nuevo giro.

Si su madre lo viera en aquellos momentos, apenas lo reconocería: el joven se había transformado para renacer de entre las sombras de su oscuro pasado.

Se había convertido en un joven callado y digno, que poco se dejaba llevar por la emoción. Además de desempeñarse como el guardia personal de la princesa Ambrosía, había resultado ser un excelente estratega y un gran luchador. Nadie superaba su destreza con el arco, la espada, el hacha y la lanza.

Dominó sin problema alguna la geometría, los instrumentos de medición, ataque y caza y la pluma de dibujo. Su ojo penetrante y su don natural le permitían detectar a simple vista a algún enemigo y a desplegar cualquier división de ataque o defensa por mas difícil que fuera. Había sido ascendido a comandante de las tropas de choque y entrenaba personalmente a los aurigas y a los Valientes del Rey; la élite del ejército.

En apariencia también se había transformado. Su cuerpo ya no era huesudo, famélico y pálido; sus costillas, que alguna vez fueron pateadas hasta fisurarse, ahora se encontraban envueltas, sujetas y firmes detrás de una dura porción de músculo. Su cabello azabache brillaba como terciopelo negro mojado, pero ya no lo llevaba alborotado como la melena de un león, ahora, nueve meses después, le caía en delicadas cortinas negras a los lados del rostro y por debajo de los hombros; mostrando apenas unas cuantas rastas blancas que asomaban de entre los sedosos mechones negros.

Su mirada de avellana se había profundizado; los rasgos se habían acentuado, y su expresión era solemne, con un leve matiz de alegría. Se delineaba los ojos con auténtico kohl egipcio, sus labios resplandecían y hacía dos meses, había decidido ponerse un arillo de metal en la ceja derecha, lo que le confería un aspecto enigmático y un poquito salvaje.
Iba ataviado siempre en colores negros, con telas finas, entre las que destacaban el algodón, el terciopelo, la seda, el lino y el cuero, capas y casacas llenas de remaches y fundas en donde guardaba su cuchillo, su espada y numerosas navajas para arrojar.

La Familia Imperial estaba completamente satisfecha con él y la princesa Ambrosía lo adoraba.

Comenzaba el mes de Junio y en Mónaco, eran tiempos de celebrar. Festejaban el Jubileo del Rey y el palacio se hallaba día y noche sumido en un estado de febril embriaguez.

Era hora de cenar. Bill esperó pacientemente mientras el heraldo mayor anunciaba solemnemente su llegada. Los concurrentes guardaron silencio, hicieron una breve inclinación de cabeza y después prosiguieron con sus conversaciones.
Bill buscó ansiosamente a la princesa con la mirada y la encontró sentada al lado de sus padres, así que, relajado, fue a situarse, como siempre, en la mesa que estaba justo detrás, donde Gustav y los demás guardias comían y bebían alegremente.
Se dejó caer en la silla al lado de su rubio amigo y sonrió.
—Saludos.
Gustav le hizo un guiño a otro guardia. A todos les gustaba Bill y lo trataban como a su igual.
— ¿En dónde te habías metido? La cena ha comenzado hace mucho.
—Fui a dejarle órdenes al capataz de los aurigas, hay un par de soldados que están algo revoltosos y necesitan ser controlados — respondió, frotándose delicadamente la frente con la punta de sus dedos.
—Eres demasiado eficiente ¿lo sabías? No sé de donde sacas tanta energía ¿Cuál es el truco? Confiesa— le acusó, apuntándole directo a la cara con una pierna asada de ganso.
Bill se rió quedamente, mostrando su blanca dentadura.
—No tengo ningún secreto Gustav, mejor guarda tu arma antes de que te la arrebate de un mordisco — volvió a reír cuando Gustav le propino una buena dentellada a la carne humeante.
Bill tomó un poco de ganso asado, carne de lubina deshebrada y pepinos rellenos. Había pasado tanta hambre durante toda su vida, que para él, la hora de la comida era algo sagrado y jamás desperdiciaba nada. Comió con la mirada clavada en el lustroso cabello dorado de la princesa y la mente revuelta. Su tiempo comenzaba a terminarse y eso turbaba al joven. Quedaban escasos dos meses para la Gran Boda Real y aun se resistía a regresar a Calabria; pero otra parte de él quería hacerlo por tres razones. Le atemorizaba dejar sola a su joven protegida en manos de Tom, quería visitar la tumba de su madre y a Georg... y también quería volver a ver al príncipe Tom, aunque no sabía muy bien para qué. La indecisión le ponía los nervios de punta y lo desconcentraba.
Cuando empezó la música, Bill apartó su plato vacío, se retrepó en su asiento y observó todo con una discreta sonrisa.

El príncipe y él mendigoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora