Georg

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Bill salió del cementerio y retomó la vereda que llevaba al pueblo; iba tan sumido en sus pensamientos, los cuales giraban alocados dentro de su cerebro con formas de Tom en miniatura, que no se fijó en toda la gente que reparaba en su alta figura en movimiento.

Iba caminando mecánicamente, pensando en la magia susurrante que irradiaba cada átomo de Tom. Bill murmuraba su nombre para sí mismo continuamente. Era como el sabor de la nata batida, como un beso muy profundo dado con la lengua.

Solo prestó atención al camino cuando pisó los primeros adoquines negruzcos de las calles que llevaban al centro del pequeño pueblo.
La tarde comenzaba a caer.
Se encaminó con paso rápido por entre el laberinto de calles doradas que conducían a la casa de Georg. Los habitantes del pueblo que se llegaron a topar con él le miraron con ojos desorbitados y Bill recibió tantos apretones de mano, saludos y palmadas en la espalda, que después del décimo le fue imposible contarlos.
Al pasar frente a la taberna reconoció a Cinzia, la atractiva prostituta que siempre se le insinuara nada más al verlo; estaba de pie como siempre en la puerta esperando a algún cliente. Bill le sonrió con galantería, guiñándole un ojo y estuvo seguro de escuchar como se le detenía el corazón a la joven, pero no se quedó a charlar, tenía que ver a Georg.

Después de escasos minutos de caminar al centro de las calles donde las casas estaban más separadas y comenzaban los diminutos océanos dorados de trigo y los morados helechos de lavanda, llegó finalmente a la alegre casita de su mejor amigo. Estaba como siempre, con sus molduras de madera oscura, el pórtico bordeado de estacas color blanco que él y Georg habían pintado cuanto apenas contaban con ocho años y las alegres margaritas anaranjadas de la señora Listing, enraizadas en la jardinera que estaba bajo las ventanas cerradas de la cocina. La casa estaba totalmente silenciosa y las tripas de Bill se liaron en un apretado nudo. Su primer pensamiento coherente fue "¿Y Georg? ¿Qué ha sido de mi hermoso amigo Georg, el de los ojos verdes? Tiene que estar bien..." Bill expulsó ese pensamiento en el momento en que otro llegó
"Estoy aquí, realmente estoy aquí, el tiempo ha transcurrido demasiado rápido y he vuelto a casa"

Bill se acercó a la puerta, la tocó y esperó por casi cinco minutos. Nadie abrió. Las cortinas estaban cerradas y las puertas y ventanas también. Estuvo a punto de tener un verdadero ataque de pánico cuando recordó que el padre de Georg tenía un taller donde guardaba el algodón y donde había empezado a maquilarlo hacia algunos años, creando esponjosas nubes blancas, lo que le había valido tener mejores ingresos para su diminuta familia. Bill casi corrió el medio kilometro calle abajo hasta llegar al taller. Ahí las puertas estaban abiertas de par en par y el ruido de las maquinas le llegaba a los oídos con su inminente rugido.

Bill supo que aunque tocara la puerta de madera nadie le escucharía así que entró.
En primera instancia pensó que el taller estaba vacío, pero no era así. Sus ojos oscuros se enfocaron en la silueta de la única persona que estaba en el lugar y el nudo que había estado oculto en el fondo de sus entrañas se esfumó al ver aquellos relucientes ojos verdes y aquel rostro de sedosa cabellera castaña que seguía siendo tan joven y despreocupado.

Georg había levantado la mirada al sentir otra presencia en la habitación, y el costal que estaba llenando con esponjosas bolas blancas se le escurrió de los dedos y aterrizó en el piso sin hacer el más mínimo ruido al ver quien había decidido prácticamente materializarse en el aire.
Bill parpadeó, se irguió y sonrió con camaradería y confianza pensando en cuánto lo había extrañado.

Contempló el rostro hermoso y maravillado de Georg mientras su amigo lo miraba con sus ojos reluciendo como joyas verdes incrustadas en una montura de adularia, y esa belleza se quedó profundamente grabada en su memoria. Hubiese reinado un silencio sepulcral de no ser por el soniquete aburrido de las maquinas de hilar.
— ¿Bill?
—Hola Geo— Bill sonrió, mostrando su perfecta y blanca dentadura. La larga caminata que había hecho desde el cementerio hasta el pueblo había alborotado su negra cabellera, le había encendido un poco las mejillas y había hecho que sus ojos brillaran como nunca.

El príncipe y él mendigoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora