Pérdida

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Cuando el primer montículo de tierra impactó contra la dura tapa de madera pulida y oscura del féretro de Constanza, su único hijo se estremeció y sus ojos se cristalizaron por millonésima vez.

 Sin embargo ya no tenía más lágrimas para derramar. Aun brillaban tenuemente en sus mejillas los fantasmas de las lágrimas que había derramado durante toda la noche anterior y sus fuerzas ya no daban para más.
En el cementerio del pequeño pueblo se hallaba reunida una pequeña multitud, gente que quería y estimaba a la siempre buena y afable Constanza y a su joven hijo, aquel niño desnutrido y frágil con el que ella había llegado en brazos una tormentosa noche septembrina muchos años atrás y al que todos habían acogido con cariño, como uno más de ellos, sin hacer preguntas.


La mañana del sábado era igual a las que ella amaba, había llovido al amanecer y ahora brillaban tenues rayos de sol, que iluminaban el paisaje húmedo, haciendo sus colores más vívidos y limpios. Bill arrojó una algodonosa rosa blanca que aterrizó con un suave rebote sobre el ataúd de su madre, seguida por más y más paladas de tierra negra. Al contemplar eso, sintió un latigazo de frío, escondió las manos en los bolsillos de su pantalón y olisqueó delicadamente el aire. Olía a pino, a agua de mar, y madera quemada. Olía a casa.

 
Además de la gente del pueblo que le hacía compañía, a unos cuantos pasos estaba su más reciente amigo. El blanco corcel que Tom le había regalado y que le seguía a todos lados como si se tratase de un perro guardián. A su lado Bill no se sentía tan solo. De alguna manera aquel enorme animal lo reconfortaba, causándole extraños sentimientos de amistad, compañerismo y sobre todo de una lealtad que desconoce límites.


Los amigos se lamentaban, la mayoría lloraba. Georg y sus padres eran los más próximos a Bill. Ellos también lloraban en silencio, mientras el sacerdote de la parroquia decía unas palabras verdaderamente bellas en memoria de Constanza. Pero Bill ya no lloraba, dentro de él radicaban nuevos y oscuros sentimientos, de rencor, de odio, de tristeza. Se estaba muriendo por dentro, pero no quería que lo notara nadie más. No quería causar lástima ni que le tuvieran piedad. Sin embargo, cuando la pesada lapida de mármol blanco pulido (regalo de todos los habitantes del pueblo) fue colocada sobre el montículo de tierra recién formado, no pudo evitar desplomarse al leer el epitafio, y las palabras que su madre le había dedicado.
"Constanza Diávolo"
1786-1828
"Madre devota, fiel amiga"
"A mi amado hijo, William Diávolo: Naciste para brillar. Fuiste, eres y siempre
serás mi mayor regalo"


Bill recibió condescendiente todos los abrazos, apretones de mano y palabras de aliento de sus conocidos, sin escuchar siquiera lo que le decían. Cuando la mayoría se había retirado, se dejó caer de rodillas frente a la lápida. Delineó delicadamente, con la punta sonrosada de su dedo índice las doradas letras esculpidas en el mármol, porque la cortina de lagrimas que empañaba sus ojos le impedía volver a leerlas, y depositó en la lápida el último beso de despedida para su madre. 

Georg observaba en silencio, mudo de pena.
Acto seguido se levantó con garbo (exactamente igual al de Tom), miró severamente a Georg, con entendimiento y después se alejó del cementerio, caminando al lado de su esbelto caballo blanco en dirección al mar...
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Había anochecido. Bill acababa de llegar a la casa de Georg justo cuando su madre servía la cena. Se le notaba más sereno, pero también más frío y distante. Aceptó sentarse a cenar, y comió en silencio, dando las gracias en todo momento a la madre de su amigo. Solo faltaba el padre de Georg, que había salido a supervisar su más reciente embarque de algodón.
Justo estaban por terminar cuando el señor Listing llegó como una tempestad. Ignoró a su esposa y a su hijo y fue hasta Bill, levantándolo con brusquedad de la silla. En sus ojos húmedos y enrojecidos no había más que terror. Bill pasó saliva fuertemente, asustado.
— ¿Que pasa...?
—Bill, estas en grave peligro, no hay tiempo.
— ¿Peligro? ¿Tiempo? —el chico no entendía nada.
— ¡Sí! — bramó el padre de Georg, haciendo que Bill pegara un salto.
—Papa... suéltale... está asustado— Georg se adelantó y puso una mano en el brazo de su padre.
—Georg, tu no entiendes, está en grave peligro. — ¿Pero porque?
—Vendrá hacia acá, el príncipe Tom con una enorme escolta, ¡y vienen a por ti! — lo sacudió.
— ¿¡Qué?! ¿Cómo lo sabes? — Georg se interpuso delante de Bill, haciendo que su padre finalmente lo soltara.
—Pietri, el que trabaja como jardinero en el palacio se lo dijo a su esposa, y ella me lo dijo a mí esta misma tarde. Por lo poco que me contó, hubo una especie de celebración con una princesa que vino desde lejos, pero ésta ya se va y el príncipe planea venir a buscar a alguien en casa de un chico de cabello castaño y ojos verdes a primera hora mañana ¿Quién mas si no Georg? Y vienen a por ti, Bill.
— ¿Qué vamos a hacer? — se lamentó la mamá de Georg, llevándose ambas manos a los ojos para ocultar sus lágrimas.
—No haremos nada— y todos voltearon a mirar a Bill, quien se había alejado y miraba por la ventana, con los brazos cruzados. Su voz era fría y salvaje, igual que su mirada —si quiere venir a por mí, pues que venga.

El príncipe y él mendigoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora