Necedades

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Tom se despertó temprano al siguiente día, -algo raro en el-


Pidió un desayuno sencillo a base de panecillos de azúcar y té negro, y se tomó su tiempo en masticar perfectamente bien todo lo que le sirvieron, algo que nunca hacía. 

Usualmente dejaba más de la mitad de todos los platillos argumentando que eran una porquería cruda o de mal sabor y dio las gracias, dejando pasmado a su personal.
Después se aseó tardándose de mas en ciertos detalles como afeitarse, rehacer sus lustrosas trenzas negras, –el príncipe detestaba que lo bañaran, o lo asearan, o que al menos lo tocaran, sus cosas personales las hacia él, y además odiaba todo tipo de contacto- vestirse con su mejor traje negro de corte español hecho de cachemira y terciopelo, suave como la piel de un gato; escoger las botas mas lustrosas, y hasta incluso en cortarse las uñas mientras le parloteaba cosas sin sentido a Aura, su gata blanca, quien raramente estaba con él.


Todo eso lo hacía así porque era la única manera de mantener a raya los pensamientos alocados que daban vueltas en su mente, igual que caballos desbocados. Así lograba mantener a raya los recuerdos en torno al chico de la bahía –y es que no se le había ocurrido como decirle y se había pateado mentalmente toda la noche por no preguntárselo-.


Pasadas las tres de la tarde no encontró nada más que hacer y los recuerdos llegaron a su mente desocupada.
Evocó el recuerdo de aquellos maravillosos ojos oscuros con la expresión mas desconcertada que había visto, y con la que había soñado, la blanca piel empurpurada de carmín, llena de cardenales, sangre y morados; el cabello sedoso y negro como la madera de ébano, tan negro como cada una de sus trenzas... las manos fuertes, surcadas de venas de un suave color azul... todo aquello lo volvía loco, y lo que más detestaba Tom es que no sabía el porqué; dejando aparte el sentirse así por un maldito hombre, un hombre que además era del pópulo, del pueblo, que olía mal y que seguramente tendría esa sedosa melena negra llena de piojos, o eso quería creer él aunque no fuese cierto. 

Se forzó a olvidar al chico, a dejarlo pasar como todo lo que no le interesaba, a continuar con su vida y esperar por ese estúpido compromiso ridículo y zafarse de él, pero el pensar en dejar de pensar en el hermoso chico de la playa le provocó un dolor en el pecho tan intenso como un cruel piquete de avispa marina.


Intentó buscar sus defectos, sus debilidades, como hacía con toda persona con la que se topaba y no pudo encontrar uno solo. Sondeó alrededor de su resplandor, de aquella luz dorada de altísimas murallas que envolvía al mendigo como un aura y no pudo penetrar, simplemente no había defecto alguno, quizá únicamente su inferioridad, pero aun así, si no llevase las ropas viejas, rotas y desgarradas, aquel rostro agudo podría fácilmente pasar por un joven noble, un caballero o hasta quizá un príncipe...


—Alteza— llamó discretamente su escriba personal— ya está listo lo que ordenó.
—Perfecto... gracias— dijo el príncipe a un aturdido escriba y salió rápidamente de su habitación, dejando únicamente una estela del fresco aroma que agitaba su capa al caminar. Al fin podría distraerse, o atraerse más según se viera...


En los establos lo esperaba su caballo ya ensillado, y una multitud de guardias. Tom frunció el ceño. Aquello no lo había ordenado.
—Iré solo, pero quiero que estén listos con la calesa y como ordené, bien distribuidos por el camino— demandó mientras trepaba al caballo de un salto, tomaba las riendas y daba la orden, orden que el animal acató para salir corriendo como rayo hacia el camino principal. No se detuvo a ver si su personal había o no entendido su orden, poco importaba ahora...
***
Bill estaba tendido en su camastro, repasando mentalmente una y otra vez lo que había sucedido en la bahía la tarde del día anterior, desde su fallido intento de ahogamiento, las bromas con Georg, su tranquila siesta, el horrible despertar, los soberbios y fríos ojos azules del príncipe Andreas, con sus crueles botas afiladas y cortantes, hasta la expresión desconcertada y torturada en la cara del mismísimo príncipe Thomas cuando se arrodilló a su lado, preocupado por sus heridas y su salud. Esa expresión lo persiguió el resto de la tarde, el resto de la noche y ahora que estaba amaneciendo lo perseguía aun. Ni en sus mas locas fantasías habría podido imaginar aquello.

El príncipe y él mendigoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora