Sálvalo

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Tom se sentía cansado, extrañamente cansado. No había dormido ni pizca de bien durante cuatro días, pero el cansancio que sentía no era normal, estaba completamente extenuado, al límite de sus fuerzas, incluso podría echarse a llorar del cansancio que lo embargaba, y no entendía por qué se sentía así.

Experimentaba emociones y sensaciones no propias de él, emociones y sensaciones que jamás había sentido y eso lo desesperaba y además de todo se sentía envuelto en dolor, igual que si estuviera en la recta final de recuperación de un terrible accidente.

Era domingo, y técnicamente el tendría que estar de pie sobre esa ridícula tarima labrada en madera de caoba que habían solicitado sus padres, donde daría el "si quiero" en una boda que era un error, en lugar de estar dando vueltas como león enjaulado dentro de la sala de audiencias, siendo observado por un colérico Gustav y una pequeña horda de furiosos y preocupados Valientes del Rey.

El guardia estaba de pie, inclinado hacia la mesa donde el montón de papeles había crecido de manera considerable en cuatro días, y en los cuales no había más que ínfimas pistas. Los soldados habían buscado en toda la isla, en el pueblo, en los bosques y buscado en las extensas playas sin encontrar ni el más leve rastro que pudiera llevarlos hasta Bill.
—Alteza— habló Gustav por tercera vez —no queda sitio donde más buscar... más que vuestro palacio. Insisto en que me deje interrogar a vuestra abuela.
Tom levantó la vista, fatigado, indignado y parpadeó.
—Debe ser broma ¿Crees que pudiera estar aquí? Y ya te dije que no metas a mi abuela en esto, ella es incapaz.
—No puede haber otro sitio, a menos que se haya tirado de cabeza por el peñasco que está en la bahía. — dijo el rubio con retintín. Sus sospechas hacia la temible y anciana abuela de Tom se habían acrecentado sin motivo aparente, y recelaba totalmente de ella. Podría apostarse todas sus medallas y ambos brazos a que la decrépita mujer tenía algo que ver en la desaparición de Bill.
—Los Reyes y Príncipes de Mónaco piensan igual que yo. Por favor Alteza, solo cinco minutos.
—He dicho que no. En cuanto a lo otro, si dices que el palacio es el único sitio que queda... a propósito ¿Cómo está la princesa?
—Agotada— habló Gustav— sumida en la desesperación.
—Pues adelante entonces, peinen el palacio, las habitaciones, las bodegas, las...
Pero el príncipe guardó silencio cuando la puerta de la sala de audiencias se abrió de golpe, dándole entrada a un sudoroso y exánime guardia Calabrés, quien se aproximó entre trompicones hacia la mesa donde estaba Tom.
—Alteza— balbuceó en un intento de tomar aire.
—Serénate— dijo Gustav, poniendo la mano sobre el hombro del agotado gendarme —y dinos lo que sea que viniste a decir.
— ¿Qué sucede?— preguntó el príncipe, acercándose con apatía, pero el destello anhelante que iluminó los ojos del centinela hizo que Tom sintiera un pánico tan estúpido e irracional como el de la polilla que se estrella una y otra vez contra el cristal. Un pánico que le hizo sentir un deseo incontenible de asesinar a alguien. Tom lo entendió en un segundo. El guardia sabía dónde estaba Bill. — ¡¿En dónde está?! — gritó el príncipe sorprendiendo a todos al tomar al soldado por los hombros y agitarlo con violencia.
—Majestad... tiene que ir... está muriendo... vuestro comandante... tiene que salvarle pues el tiempo que le queda es realmente muy poco— apenas podía hablar. Las manos de Tom le estaban oprimiendo el cuello con demasiada fuerza.
Gustav, quien había permanecido en silencio, dejó escapar un rugido y se plantó al lado de Tom con la espada desenvainada, acción que copió la docena de soldados que esperaban detrás.
— ¡¿En dónde, maldita sea?! ¡¿En dónde?!
Los ojos de Tom se desorbitaron, dándole por un segundo el aspecto de un hombre desquiciado.
—En... en la habitación... el salón de torturas...en el pasillo que conduce a las mazmorras...— dijo el guardia con la voz estrangulada y el rostro totalmente morado.
Tom sintió que sus pulmones se endurecían, volviendo el aire en afiladas estacas de cristal que se comenzaron a clavar sin piedad a lo largo de su espina. Soltó al soldado con violencia haciendo que éste aterrizara en el piso y corrió como un bólido hacia la puerta, despareciendo por ella en cuestión de segundos, con el terror quemándole la garganta.
— ¡Ustedes, informen a los Reyes de Mónaco y de Calabria!— ordenó Gustav a un par de soldados anonadados —el resto sígame— terminó mientras echaba a corren en pos de Tom, con una decena de enloquecidos soldados sedientos de venganza pisándole los talones.
Tom corrió como nunca en su vida había pensado hacerlo. No corría, prácticamente volaba, atravesando pasillos, empujando a sirvientes, nobles y cortesanos; no le importaba quienes fueran. Sus botas creaban ecos resonantes y su capa se agitaba violentamente a su espalda. Sentía perfectamente la presencia de Gustav y de sus soldados muy cerca. Tanto mejor, porque sin duda rodarían cabezas.

El príncipe y él mendigoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora