La verdad

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— ¿Tu abuela? ¿Qué? ¿Pero porqué? — el Rey de Mónaco no se lo creía; estaba prácticamente bizqueando por el shock.
— ¿Estás seguro Tom? — Preguntó su padre con voz afilada —es una acusación muy seria, creo que deberíamos discutir esto con más calma ¿Por qué no llevan al chico a sus aposentos y...?
—Papá— cortó Tom, indignado—haz el favor de callarte, si no vas a estar aquí para ayudar será mejor que te marches.
—¿Thomas, pero como te atreves...?
Pero fueron interrumpidos porque el asustado y sudoroso escriba hizo abrir las enormes puertas nuevamente con estrépito revelando a Gustav, quien entró sin más ceremonia, para darle paso a un hombre muy anciano, que rozaba casi los ochenta y cinco años, acompañado de un joven completamente pulcro de cabellera color arena y ojos cálidos como la miel tibia.
—El doctor Ferrer y su discípulo, el doctor Jean. — anunció detrás de ellos el mayordomo, mientras ayudaba al escriba del Rey a cerrar la puerta.
Ambos, médicos profesionales, se quedaron de piedra ante la escena que los esperaba en la habitación real del príncipe Tom. Jamás habían estado presentes en una asamblea de aquel estilo, con los mismísimos Reyes presentes, y no sólo los de Calabria, sino los de Mónaco también. Reyes que se miraban el uno al otro con el ceño fruncido y miradas cargadas. Gustav fue a pararse respetuosamente detrás del Rey de Mónaco, pero sin despegar la mirada de Bill, quien lucía terriblemente mal.
—Majestades...— saludaron al unísono los dos médicos haciendo sendas reverencias, pero los Reyes siguieron mirándose con enojo.
—Vinimos lo más pronto que pudimos— terció el médico más anciano, adelantándose con paso tembleque— habría mandado únicamente al doctor Jean pero la familia Real siempre es prioridad... —nadie respondió — ¿Quién requiere atención medica?...
—El joven William— respondió el Rey Magnus de inmediato, haciéndose a un lado para que los médicos pudieran ver al joven.


Al verlo, ambos médicos abrieron mucho los ojos. Ambos estaban experimentando la más intensa sensación de deja-vu. A fin de cuentas, hacía poco más de un año habían atendido al mismo chico en esa misma habitación, aunque el problema era menos grave que ahora. Los doctores se aproximaron al lado del lecho, donde estaba Bill y lo miraron con el terror brillando en las pupilas.
—Dios Santo— exhaló el anciano mientras se llevaba una mano a los labios. El doctor Ferrer se preguntó cómo es que el joven se las arreglaba para terminar siempre sobre la cama de su hermano, completamente apaleado y prácticamente moribundo. Miró después disimuladamente a sus Reyes; por supuesto que nadie sabía todavía la verdad, porque de hacerlo, los soberanos de Calabria tendrían expresiones distintas, y serían los primeros que estarían en primera fila, presionándolo para que revelara toda la información sobre el estado de salud del joven y gritándole que hiciera lo que fuera, hasta milagros para salvarle la vida; y nuevamente el anciano se preguntó si no sería mejor revelar toda la verdad de una vez por todas, y estuvo a punto de hacerlo, pero se acobardó a último momento al recordar la helada mirada de advertencia que la anciana antes Reina le dirigiera hacia veinte años. Y además, seguramente los Reyes lo mandarían decapitar por haberles ocultado semejante verdad. Meneó la arrugada cabeza con desolación, pidiéndole al chico una disculpa con la mirada.
—Revísalo pronto Jean. — dijo en tono fatigado y el joven asintió, sintiendo una puñalada de compasión y simpatía por Bill.
— ¿Está muy mal? — preguntó la Reina Simonetta con voz estrangulada, sin poder apartar la vista del joven. Sentía un extraño, muy potente y singular impulso de abrazarlo, de llegar hasta él y besar su frente, de calmarlo y decirle que todo estaría bien.
—No lo sé, Majestad— respondió el anciano— lo sabremos hasta que Jean lo revise pero... en efecto, luce bastante mal.


El Rey Magnus volvió a lanzarle a Jörg otra furibunda mirada envenenada y esperó, igual que hacían todos, mientras el joven médico abría a toda prisa un enorme maletín de cuero negro sobre la cama y comenzaba a sacar su estetoscopio, unos guantes blancos, un par de paletillas de madera y una pequeña lámpara hecha totalmente de plata. Y sin ocultar lo impresionado que estaba se acercó a Bill para revisarle mientras los restos destrozados de su nariz y de su boca seguía rezumando lentamente una sangre espesa y casi negra. El joven negó, murmurando varios "Umm" bastante desanimados. 

El príncipe y él mendigoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora