Caos

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—No, no y ¡NO!
— ¿Por qué no? — Tom estaba de pie, con los brazos cruzados fuertemente en el pecho, para no hacer ninguna locura.
—Por qué no, tú eres loco ¡de remate!
—Si no fueras tú, ya te habría mandado degollar.
—No me interesa, ya te dije que no voy a aceptar, así que mándame a degollar las veces que te venga en gana.
— ¿Por qué eres tan difícil? — Tom se llevó la mano a la frente, frotándosela con fastidio.
— ¿Yo difícil? Tú eres el que está peor que una cabra, yo no puedo aceptarlo y además ni siquiera puedo mantener algo así.
— ¿Y quién te está diciendo que lo mantengas?
—Pues... es eso pero dicho de otro modo.
—Mira Bill, no me pasaré toda la mañana discutiendo esto contigo ¿me entiendes? Solo hay dos opciones, lo aceptas y él vive o no aceptas y él muere. Punto. Decídelo— y tras decir esto, Tom montó de un salto en su caballo negro y lo miró desde arriba, con superioridad.

Bill retorció los pies calzados en botas por la tierra suelta del piso. ¿Cómo podía hacerle esto? Definitivamente algo malo pasaba dentro de la cabeza de Tom, algo se había atrofiado ahí dentro después de años y años de caprichos cumplidos.
Aceptó la derrota al ver el brillo triunfal en los ojos del príncipe.
Con una mueca entre fastidiada y tristona se volvió hacia el magnífico caballo blanco que esperaba de pie a su lado, inofensivo como un cachorro, perfectamente ensillado y deslumbrantemente blanco. Bill contempló su rostro altivo y noble, la brisa fresca le agitaba la crin platinada, y parecía que sus enormes ojos acuosos suplicaban su piedad. Bill suspiró pesadamente y acarició la frente del animal.

 Bill suspiró pesadamente y acarició la frente del animal

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—No me mires así Capri... nunca te dejaría morir— le dijo en voz muy baja— ah de acuerdo, de acuerdo, acepto— farfulló mirando a "su nuevo caballo"— pero que sepas que lo aceptaré solo porque no quiero que lo mandes matar— le dijo a Tom en tono mordaz, sin voltearse para verlo. Sabía que el príncipe tendría estampada en toda la cara una sonrisita de suficiencia y eso lo hacía perder los nervios. ¿Es que siempre tenía que salirse con la suya?
—Sinceramente Bill, no veo el porqué de tu negatividad. Te estoy regalando un magnifico corcel pura sangre español para salvarle la vida y tú lo desprecias— le dijo mientras acicateaba gentilmente a Aquiles para que se colocara al lado del caballo blanco.
—Pues por eso precisamente— siseó Bill, completamente molesto. —Me estas regalando éste caballo— lo señaló gesticulando exageradamente con los bazos como si fuera una gran falta de respeto de cuatro patas— no puedo ni pensar en cuánto cuesta éste animal, y entonces tu vienes y me lo regalas y de la nada aparezco yo, un simple vagabundo mal avenido montado en un finísimo corcel. ¡Creerán que me lo robé y terminare con una soga maloliente al cuello! — se llevó ambas manos al cuello, rodeándoselo, para remarcar sus palabras.
El apuesto rostro de Tom se oscureció al escuchar aquello.
—Nadie te dirá nada y nadie opinara nada, y mucho menos te pondrán una mano encima, confía en mí — le sonrió y después recuperó su expresión de enfado— ¡así que ya deja de poner tantas pegas! Súbete al caballo y vamos, que te enseñare a cabalgar como lo hace un noble.
—No te gastes Tom— el tono de Bill, tanto como su rostro repentinamente se nublaron de pena y tristeza— por más que lo intentes siempre seré un mendigo bastardo— le sonrió dulcemente y después hizo el amago de subirse al caballo.
—Deja de decir eso Bill...— Tom se inquietó, un vago sentimentalismo dulce y triste afloró desde su estomago y por primera vez en muchos años, sintió ganas de llorar. Pero no lo hizo, llorar era para los débiles.

El príncipe y él mendigoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora