La coronación

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Las trompetas de los heraldos llevaban resonando toda la mañana, mientras el castillo se llenaba de invitados y los sirvientes, cocineros y criados iban y venían sin descanso, sumiendo al más joven de los príncipes en un terrible estado de nerviosismo, mismo que solo podía calmar Tom con el roce de sus labios.
—Faltan solo veinte minutos para la ceremonia— recordó Tom con los labios pegados al cuello de Bill. Últimamente aquel era el sitio favorito para el príncipe mayor.
—Lo sé— suspiró Bill. Sabía que tenían que irse, pero no quería levantarse. Estaban ambos sobre la colosal cama que dominaba el espacio central de su habitación, aquella cama que había visto tantas cosas...
Bill tenía la casaca y la camisa medio desabrochadas, mostrando un buen parche de piel blanca, misma que Tom se deleitaba en reseguir, besar y acariciar con la punta de la lengua. El oro y las piedras preciosas incrustadas en sus ropajes le hacían tiritar con su frialdad, mientras se mezclaba con la temperatura húmeda y elevada de la lengua de Tom.

Bill podría ponerse a llorar de tantas sensaciones, mismas que viajaban directo a su bajo vientre.
—Necesitaríamos algo más que veinte minutos— dijo Tom por lo bajo, notando el bulto medio dormido y medio despierto oculto en los pantalones de Bill— y después tenemos más cosas que hacer...
— ¿Qué cosas? — preguntó Bill de inmediato, haciendo sonreír a Tom. El mayor ya lo conocía, la curiosidad de Bill era inmensa y difícil de mantener quieta.
—No te lo diré, son... unas sorpresas— le dijo, rozando con la punta de su nariz la mejilla derecha de Bill. Ahí era donde más se notaban los trazos de cicatrices que muy paulatinamente se iban borrando.

Su ojo de avellana aun estaba un poco teñido en sangre, pero los Reyes no habían querido posponer más la coronación de su hijo, ya habían esperado cuatro largos meses en los cuales además no había habido mucho progreso en su relación con Bill.

El joven aun entraba en un profundo estado de nerviosismo cuando ambos los visitaban (usualmente varias veces durante el día) y era indispensable que Tom estuviera presente y no a más de diez centímetros de distancia.
La Reina le había sugerido una tarde llena de viento en la que se había sentado con sus dos hijos a tomar el té y comer golosinas y pasteles, que no la llamara "señora", pero Bill aun no podía obligarse a decirle "mamá". Simplemente no podía, le parecía una traición a la memoria de Constanza, y también sufría al no hacerlo, porque podía ver dentro de los azules orbes de la Reina como su corazón se hacía mil pedazos.

Aunque por otro lado, había asumido su papel de Principie Real a la perfección. El guardia que había hecho tangible su rescate había pasado a ser su guardaespaldas personal y lo veneraba, además de que lo seguía como una sombra.

Solía pasar largas horas con Georg y Tom y a veces Andreas en las barracas, entrenando a los soldados de Calabria de la misma forma en que alguna vez entrenara a los de Mónaco y en tan solo tres meses los había convertido en verdaderas maquinas de matar. Había cambiado sus escudos de frágil madera remachada por fuertes placas de bronce fundido, arcos reforzados y espadas nuevas. Además también solía pasar horas montando en los terrenos reales, acompañado por Tom y Georg, quienes miraban con extrañeza y hasta miedo el cariño y la dulzura con las que Bill se dirigía a su caballo, aquella bestia tozuda y terca que se volvía tan dócil como un gatito solamente con Bill.

Bill a veces se preguntaba por qué no le habían permitido poner un pie afuera de las verjas del palacio, aunque eso no le molestaba mucho de momento porque dentro del castillo tenía todo lo que pudiera necesitar, aunque ardía en deseos de ir a la tumba de Constanza.

—Es mejor esperar un poco— le había dicho el Rey hacía un mes, con un brazo rodeando los fuertes pero delgados hombros de su hijo. Lo que no le dijo era que prefería tenerlo dentro de las periferias del palacio, bajo su vista y cuidado, porque le causaba un profundo e incierto terror imaginarse que alguien pudiera volver a lastimarlo.

El príncipe y él mendigoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora