Cautivo

555 75 13
                                    

Unas horas después de que se movilizaran los soldados de Mónaco por orden de Thomas y de Gustav para la búsqueda, Bill entreabrió los ojos y vio un trozo de cielo muy oscuro a través de una diminuta ventana atravesada por postigos de hierro negro.
No conseguía recordar porque le dolía tanto el cuello, ni porqué lo sentía húmedo y pringoso, reseco y con un escozor muy particular, ni porqué tenía las ropas empapadas en neblina y los miembros tan envarados y fríos. Era incapaz de comprender; se hallaba sumido en un sopor muy peculiar en el que no había más que frío y dolor.
Tan solo una ínfima parte de su cerebro estaba consciente, y ésta registró el porqué de su malestar.

Se hallaba postrado de rodillas en un suelo frío y húmedo, de aroma fétido y consistencia pegajosa. Ambos brazos los tenía estirados hacia arriba, demasiado tensos y un poco echados hacia atrás, con las muñecas presas en gruesos grilletes de los que salían cadenas que iban hasta el techo y que lo mantenían suspendido, siendo sus rodillas el único punto de apoyo con el piso. En ese mismo instante le pusieron sobre la cabeza sin consideración alguna un pestilente costal de arpillera rígido y rasposo, completamente asqueroso.
Sintió una vaharada de podredumbre y un olor a seco y a rancio.
Podía escuchar cerca de él un tamborileo dado con el pie de alguna persona que estaba, o bien muy impaciente, o muy nerviosa, y estuvo a punto de preguntarlo cuando escuchó que se abrían varios cerrojos de fierro y el rechinar de los goznes de una puerta al ser abierta. Se quedó muy quieto, (y no es que pudiera moverse mucho) y esperó.
Eran exactamente las tres de la mañana cuando la malévola anciana Lucila bajó del trono para ver después de veinte años a aquel nieto suyo que debería estar más muerto que los corrompidos sepulcros del cementerio del pueblo.
—Quitadle el saco de la cabeza— ordenó secamente, con una voz tan ronca como si se hubiese estado fumado un paquete entero de puros en lo que iba de la noche.
Bill sintió como con un brusco tirón que se llevó varios de sus cabellos, le fue arrancado el saco de la cabeza. Por la posición en la que estaba, de rodillas, con los brazos estirados hacia el techo, la espalda encorvada hacia adelante y el dolor terrible en el cuello, no pudo levantar la mirada. Su cabeza estaba echada hacia adelante con su oscuro cabello formando una negra pantalla entre él y sus captores, así que solo podía verles los pies. Había tres personas delante de él. Dos estaban calzadas con las botas que Bill reconoció iguales a las que usaban los soldados calabreses, y el tercer par de pies era mucho más pequeño, grácil, embutido en un par de zapatillas bajas forradas de satén color morado muy pálido, medio escondidas detrás de varias capas de sedas de colores... y ya casi completamente despierto, permitió que el alivio y la furia se fueran adueñando de él.

Sintió alivio porque no había querido morir a manos de alguien tan cobarde, torpe y terriblemente vacío de pasión como lo era el tipo que lo había capturado; y sintió furia porque a pesar de haber sido advertido, había cometido el error de distraerse y esa distracción le costaría probablemente la vida, y todo el esfuerzo que había hecho su madre año tras año yacía despedazado en el mugriento suelo junto a él.
—Levantadle el rostro— espetó la voz ronca y vacía.
Bill arrugó los ojos al sentir como eran tomadas sus suaves rastas en un puño sin cuidado alguno y le levantaban la cabeza de un tirón, provocándole un dolor atroz en la herida abierta de la nuca, pero todo eso se le olvidó al contemplar el par de ojos más fríos y perturbadores que había visto en toda su vida.

Por un momento las miradas de nieto y abuela se incrustaron la una en la otra. Azul ártico contra bronce fundido. La anciana dio un par de titubeantes pasos hacia atrás, como si una fuerza terrible le hubiese azotado el rostro. En sus ojos no había más que sorpresa e incredulidad.
Si Bill hubiese sido capturado tan solo doce horas antes, habría muerto sin saber tan siquiera el porqué, pero ahora lo sabía, y lo entendía muy bien. Le sostuvo la mirada a su "abuela" con tanta tranquilidad y ecuanimidad que se sorprendió de sí mismo.
—No puede ser él— ladró la bruja a su esbirro, que esperaba de pie en el fondo del cuarto, con la mano estrujando sin piedad el cabello del muchacho. El par de aturdidos guardias, (uno de los cuales conocía bien a Bill), estaba flanqueándolo. El soldado que lo conocía estaba bastante nervioso y sudaba copiosamente. Nadie entendía por qué habían llevado al joven hasta ahí. A fin de cuentas no había hecho nada malo.
—Es él Majestad, no hay duda — dijo el hombre.
La anciana volvió a mirar a Bill, y volvió a contemplar por segunda vez en cinco minutos los ojos castaños más hermosos y tranquilos que había visto en toda su vida.

El príncipe y él mendigoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora