El enigma de los gemelos

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Tres meses.

Los días comenzaron a pasar, lentos, almibarados y levemente airosos y fríos. El Reino entero había entrado nuevamente en un ambiente de celebración dulzona y lánguidamente empalagosa.
La tan esperada como odiada unión entre el príncipe de Calabria y la princesa de Mónaco no se había llevado a cabo, y los visitantes Reales ya se habían marchado. La despedida había sido especialmente traumante y dolorosa para la Joven princesa Ambrosía y para el nuevo Príncipe de Calabria, pero con el pasar de los días, el dolor había ido menguando, transformándose en una densa nube de añoranza melancólica, que amenazaba con deteriorar el quebradizo estado de ánimo del príncipe menor, pero el príncipe Thomas era especialmente hábil en mantener cuerdo a su hermano.

Toda Calabria había aceptado al nuevo príncipe con los brazos abiertos y los corazones henchidos de esperanzas.
Hubo una gran conmoción cuando se exhibieron en lo más alto de las verjas de entrada al palacio el par de jaulas oxidadas que contenían el cuerpo medio podrido y reseco del espía que torturara al príncipe así como la cabeza cercenada de la anciana que alguna vez fuera la Reina, flanqueando con ironía el dorado caballete que descansaba en la explanada de abrasadora cantera negra, custodiado por dos soldados y en donde se mostraba la verdad en la carta que Constanza redactara hacía un año, arrugada y manchada por la sangre del príncipe.

Todos los moradores del reino la habían leído, y después de leerla, presas de la indignación y la injusticia habían lanzado piedras a las jaulas que colgaban en lo alto.
Eran claras advertencias de lo que le sucedería a cualquiera que se atreviera a atentar incluso con el pensamiento en contra de alguno de los príncipes gemelos, pero no había peligro alguno, todo el Reino los veneraba y Constanza se convirtió en una clase de deidad para todos los lugareños.

En los aposentos del Príncipe Thomas, que ahora eran también los del Príncipe William, el nuevo y joven Medico Real había obrado milagros en el más joven de los príncipes. Bill ya podía levantarse y andar solo. Aun llevaba el brazo izquierdo en un cabestrillo especial, bien sujeto al pecho, pero apenas se tambaleaba al caminar.

El médico tenía muy buenas expectativas en cuanto a la recuperación total del joven soberano. Había logrado que el príncipe recuperara completamente la vista en ambos ojos y la audición en ambos oídos. La hinchazón había desaparecido casi completamente, y sus ojos de almendra volvían a estar abiertos, brillantes y llenos de sentimientos, aunque el derecho estaba completamente teñido en sangre, lo que le daba un aspecto siniestro y bastante tétrico, sobre todo cuando su mirada se oscurecía al recordar algunas cosas, pero a los Reyes y a su hermano les parecía algo totalmente adorable.
Por su parte, Tom detestaba cuando Bill tenía que hacer los ejercicios que le ordenara el cansino doctor. Las primeras semanas se enojaba tanto hasta el punto de querer vomitar vitriolo, ya que Bill bufaba y se retorcía de dolor al intentar ponerse de pie y mover su cuerpo, aunque trataba de ser valiente y no demostrar cuanto le jodía hacer aquello frente a Tom; pero con el paso de las semanas el dolor había mitigado y ambos príncipes estaban mucho más relajados.

Con pesar por parte Bill, le habían tenido que recortar el maravilloso torrente de cabello suave y aterciopelado, ya que las rastas blanquinegras que lucía orgullosamente se habían estropeado sin remedio cuando aquel espía sinvergüenza le había estado revolviendo y tironeando del pelo sin piedad. Ahora tenía los laterales de la cabeza con el cabello corto casi al ras, pero en la parte superior su lacio cabello azabache estaba siempre alborotado, con un rebelde mechón oscuro en la frente, y después de un par de días, Bill descubrió que le encantaba, y por lo visto a Tom también le encantaba, pues podía seguirlo sujetando fácilmente de la melena cuando hacían el amor.

Por su parte, ambos Reyes estaban exultantes, y en el palacio reinaba la alegría. Tom siempre había sido un joven sobrio y callado, pero Bill en cambio era como un cascabel e inundaba cada rincón del castillo con su cálida luz hecha de oro puro. Los Reyes habían observado con plácida ensoñación como sus hijos se unían más y más con el paso de los días. Tenían los mismos gestos, los mismos ademanes, la misma dependencia del uno por el otro. Eran prácticamente uno solo y era habitual que en donde estaba uno estuviera también el otro. Incluso a veces en el gran comedor durante los almuerzos, comidas y cenas o cuando los reyes asistían a las practicas de tiro con arco de Tom, o en las ceremonias religiosas de los domingos, un príncipe comenzaba una frase y el otro la terminaba como si supiera lo que su gemelo quería decir. Era completamente alucinante para todos.

El príncipe y él mendigoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora