Capítulo 1: Paulo

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            Capítulo 1: Paulo.

Era un día totalmente nublado. Las calles del pueblo estaban vacías; las puertas y las ventanas, cerradas a cal y a canto. Algunos vecinos habían instalado verjas y habían puesto tablones de madera enfrente de las ventanas para protegerlas del temporal que se avecinaba. En Ariah las tormentas podían llegar a durar meses enteros y la devastación que suponían era tan grande que toda protección parecía poca. Sin embargo, escondido entre dos casas de gran porte, había un establecimiento que seguía abierto: el bar del viajero

Sus ventanas, al igual que muchas otras, tenían verjas oxidadas de metal negro. Un par de gruesos tablones reposaban bajo las verjas, dispuestas para ser colocadas en cualquier momento. La puerta estaba cerrada, pero un haz de luz se escapaba por debajo. En el mismo momento en el que el propietario del bar salía a la calle a instalar los gruesos tablones de madera, una figura apareció por la esquina. Llevaba una capa gris y una mochila de tela oscura. El tabernero, al verlo, lo reconoció al instante

― ¿No deberías irte cuanto antes? La tormenta se avecina ―le indicó el tabernero, escupiendo al suelo.

― Quería pasarme para despedirme antes de marcharme ―dijo el hombre, acercándose a la puerta entreabierta―. ¿Te echo una mano? ―dijo, descolgándose la mochila.

― No hace falta ―dijo, entrando de nuevo en el bar, detrás de su cliente.

Por dentro, el bar no parecía nada especial. De hecho, parecía un bar viejo, descuidado. El ambiente allí era muy pesado, lleno de diferentes olores rancios. El suelo parecía que nunca hubiese recibido una pasada de fregona y hasta la barra parecía tener un poco de polvo. Sin embargo, aquello era totalmente normal en las fechas que corrían: la Gran Tormenta estaba a punto de estallar, la cual levantaba violentas ventiscas de aire congelado que a veces formaban huracanes en los lugares menos esperados.

― ¿Qué será esta vez? ―preguntó el tabernero, limpiando con un trapo la barra.

― Lo de siempre ―contestó, como si llevase toda la vida acudiendo al bar. Sin embargo, el tabernero sabía perfectamente lo que quería. Cogió un vaso de licor y lo llenó con whisky, entregándoselo al cliente con desgana―. Todo el mundo ya se ha refugiado. Deberías de hacer lo mismo ―le aconsejó.

― Exagerados ―sentenció el hombre―. En cuanto cayo el primer rayo, a diez kilómetros de aquí, los Brown se aislaron en su sótano. Aún no han salido.

― ¿Hace cuánto de eso? ―preguntó el viajero, observando su vaso.

― Dos semanas. Los Herman y los Janssen, que viven aquí al lado ―dijo, señalando a la izquierda―, se refugiaron hace cinco días. El último fue el gordo de Andrey.

La puerta se abrió detrás del viajero. Una mujer y cuatro hombres entraron con rapidez.

―... nunca lo hubiese imaginado, de verdad ―dijo el menor de ellos, un hombre escuálido que mediría una cabeza y media menos que el grupo.

― Hola Harry ―saludó la mujer al camarero, cuya respuesta fue un leve movimiento con la cabeza―. ¿Aún estas aquí, Paulo? ―le preguntó al viajero.

― Lo mismo le he preguntado yo ―dijo Harry, cogiendo cuatro jarras limpias―. ¿Cerveza?

― Claro ―dijo la mujer, sentándose al lado de Paulo.

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