I. Blancos como los míos

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¡Bicho raro! ¡Estás muerta! ¡Lárgate de aquí! —gritaban unos niños no muy lejos.

Tras mirarlos unos instantes, Evie decidió que era mejor alejarse un poco. Total, si decidía quedarse no podría concentrarse y leer su libro, por lo que empezó a caminar hacia el parque del Fénix.

—Ya se acostumbrarán, como todos los demás —dijo Evie para sí misma.
Ahora que tenía 22 años, la gente de su ciudad, Olira, ya no la molestaba tanto. Pero hasta hacía poco siempre se había sentido diferente a todos, y de hecho, casi siempre la dejaban de lado. Había nacido con unos ojos sin color, totalmente blancos, que contrastaban aún más si era posible con su piel morena y su pelo castaño claro. Los médicos no habían sabido explicar la falta de color de sus ojos, pero creían que se debía a algún tipo de mutación genética poco corriente.

De una manera u otra, los niños siempre le habían tenido miedo. Le daban el aspecto de una «muerta viviente», como algunos chicos la habían llamado de pequeña. Los niños no solían callarse lo que pensaban.

Una vez en el parque, miró la estatua y suspiró. A pesar de estar tan dañada, el ángel de piedra le parecía precioso. ¿Quién podría haber destruido tal obra de arte?

Allí se sentía a salvo y, lo más importante; sin niños correteando cerca. El parque únicamente tenía una escultura medio derruida de un ángel con lo que en su día habría sido una especie de ave en su brazo y un par de bancos para sentarse. Al estar algo apartado de todo, nunca había nadie.

Se dispuso a sentarse en su banco preferido cuando algo llamó su atención. Al otro lado de la base de la estatua había... ¿Una persona?
Aunque su madre siempre la había reñido por ser demasiado curiosa y entrometida, no pudo evitarlo. Fue hacia el chico que estaba recostado en su estatua preferida, dispuesta a ver la cara de la única persona que había visto en toda su vida en aquél parque.

—¡Hola! —dijo Evie a tan solo unos pasos del desconocido.

Pasaron unos segundos, y no recibía respuesta. Solo le veía parte del costado, pero no se había movido.

«Oh, Dios, dime que está dormido. Por favor, dime que está dormido»

Lo último que quería Evie era encontrarse en el parque por primera vez a una persona... bueno, muerta. Estaba empezando a creer que a lo mejor las historias que se inventaba la gente sobre yonkis que iban al parque por las noches no eran inventadas del todo.

Cuando estaba a punto de salir corriendo y pedir ayuda, el brazo del chico resbaló de su regazo, cayendo al suelo y dejando al descubierto una piel llena de tatuajes extraños y manchas de sangre.

—A... Agua, por favor —consiguió murmurar el desconocido.

Dudó unos instantes, pero al final decidió sacar la botella que siempre llevaba en el bolso y se acercó, poniéndose frente a él. Se quedó plantada en el sitio al ver que el chico estaba cubierto de tatuajes y heridas por todo el cuerpo, y no solo en el brazo como primero había pensado. Viéndolo así, sentado, con los ojos cerrados, no parecía ser alguien malo –aunque cualquiera habría salido corriendo al ver las pintas que llevaba con toda la ropa hecha trizas–.
Tras esas marañas de pelo rubio se escondía un joven no mucho mayor que ella. Evie no entendía cómo alguien tan guapo y joven podía haber acabado así. Sí, alguien tan guapo no podía ser malo...

«Tonta, ¡concéntrate! Está herido. No te quedes mirando ese rostro y ese cuerpo tan... ¡Basta! Dale agua y sal corriendo a pedir ayuda.»

No solo se despistaba con cualquier cosa, sino que encima tenía la manía de hablarse mentalmente, pero ese no era momento de andar discutiendo consigo misma.

Los ojos del Sol (libro 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora